Alina Reyes
para Edda y Maria Elena
porque sin ustedes no podría ser reina.
Siempre me gustó lo Alina Reyes, por eso de ser la reina y. Cuando íbamos a comer, los de la empresa, si era para festejar mi cumpleaños o algún éxito de mi sección, solía sentarme más bien en el medio del grupo y decía “me siento en el mejor lugar, porque yo soy la reina y”. Todos me lo festejaban mucho, aunque estoy segura de ninguno tenía la más mínima idea de a qué me estaba refiriendo, pero me aceptaban con gusto, porque yo era linda pero del tipo ratita, más bien bastante insignificante y salvo esas pocas ocasiones casi no me veían.
Por esa época era la secretaria de uno de los jefes, trabajaba de nueve a dieciocho y como vivía a unas veinte cuadras, solía volverme caminando. Tenía que hacer muy mal tiempo, un frío imposible, llover a cántaros, o esos calores que no permiten mover los pies, para que tomara un taxi. En el auto, a veces imaginaba que me encontraba un maletín olvidado en el piso. Lo abría, en el piso mismo, y adentro hallaba montones de dólares, en prolijos fajos. Digamos, un millón de dólares. Había mucho tránsito, el taxista escuchaba un programa sobre fútbol, no me prestaba ninguna atención. Nadie le presta atención a la ratita. Entonces yo sacaba de mi cartera una bolsa de basura, de las de consorcio, negras y fuertes, y guardaba los dólares adentro. Como si me hubiera acordado repentinamente de algo le pedía al conductor por favor pare aquí, dejaba el maletín (vacío) en el auto y entraba en una farmacia, en un mercadito de coreanos, en una perfumería, perdía tiempo, en una palabra. Después me imaginaba llegando a casa, poniendo la bolsa bajo la cama y viviendo la misma vida de siempre, digamos cuánto, ¿un año? Ahí vendía el departamento y desaparecía, ahí surgía Alina Reyes. Cuando volvía a casa caminando, a veces también lo pensaba y perfeccionaba el disimulo, los gastos con cuentagotas, yo presumía que la plata era de los narcos y no me daba culpa guardármela. Nunca me pregunté por qué desparecer o qué haría en otra vida, con otra identidad si en realidad yo estaba satisfecha con la mía, pero solo imaginarme tener ese nombre me abría tan diferentes posibilidades. También pensaba, con bastante buen humor, que si no tomaba la precaución de salir siempre con una bolsa de consorcio prolijamente doblada en la cartera, estaba anulando el primer acto que desencadenaría todos los restantes.
Fui hija única de una pareja madura, una niña callada, tranquila, estudiosa, solitaria, y para mis treinta años, como tenía en esa época, mis padres ya habían muerto, yo tenía un departamento de dos ambientes grandes con un balcón con flores y un silloncito para sentarme a leer o comer si el tiempo me lo permitía, un buen trabajo, una vida que me gustaba. Me relacionaba cordial pero levemente con la gente de la empresa, seguía siendo una solitaria y no tenía novio. De más joven tuve alguna relación, incluso me acosté con algunos, pero la experiencia no me resultó, todo era un poco burdo, un poco triste, un poco desagradable, yo no era (no soy) bien dispuesta para lo corporal, los olores humanos, el intercambio de jugos, así que clausuré sin esfuerzo esa etapa, y tan contenta.
Un domingo de octubre, de esos preciosos preciosos, me desperté temprano, fui a la terminal de ómnibus de Retiro, compré un pasaje y bajé en San Pedro. Fue perfecto, porque la ciudad es muy linda, tiene el río, la costanera, ambiente de provincia. Sentada al sol, tomando un cafecito, volví a pensar, desaparezco, me corto el pelo de otro modo, me tiño de rojo, compro una casa acá, consigo papeles falsos, empiezo de nuevo, soy Alina Reyes. Buena parte del día, y del viaje de vuelta lo pasé con ese fantaseo, cómo me vestiría, cómo viviría en San Pedro. Por supuesto que no era parte del juego pensar por qué desaparecer, cómo haría para conseguir papeles falsos, el tema era, otra vez, ser la reina y. Parece mentira, pero pienso que el cambio empezó a gestarse en ese viaje.
Para esas fechas me había descubierto un cierto talento perceptivo y estaba estudiando todo lo referente al Tarot, incluso solía ir los sábados a la tarde a Recoleta, me sentaba en un banco y le tiraba las cartas a la gente que lo pedía, sin cobrar, pero era muy certera. También me había aficionado un poco al chat, porque el invierno fue duro, largo y lluvioso y yo había estado un poco débil con mis bronquios, así que, fuera de ir a la empresa, no salía para nada. Finalmente di con un room donde me sentía bastante cómoda, hablaban de libros, de cine, de viajes. Fiel a mi estilo, mi nombre en el chat era Alina y opinaba bastante poco. A cualquier hora que entrara, siempre estaba conectado un tal Wolfe que me resultaba interesantísimo y que solía hacerme preguntas directamente, hasta que un día me solicitó en privado. De a poco fue contándome algunas cosas, sin preguntas, lo que quisiera decir. Supe que tenía cuarenta años, que vivía en una casa con un gran jardín, que cultivaba dalias, que le gustaba comer bien y tomar cerveza. De a poco fui contándole algunas cosas, mis paseos, el trabajo, la elección de la soledad, no mis fantasías, no mi nombre verdadero, no ser la reina y. Un día me animé y le hablé del Tarot, los estudios, la certeza de mis predicciones. Poco después me preguntó si no quería ir a visitarlo y mostrarle mi talento. Te parecerá descortés de mi parte, escribió, pero yo soy un hombre muy gordo que no sale de su casa, te enviaría a buscar. Todavía no puedo creerlo, pero dije sí.
Vino un coreano maduro, delgado, que dijo llamarse Suk y que luego descubriría que era una especie de secretario a tiempo completo. La casa quedaba en Berazategui, que para mí, entonces, era casi el fin del mundo, estaba muy bien cuidada y tenía en verdad un hermosísimo jardín. Sentado entre las dalias, con una tijera en las manos, Wolfe tenía pelo y barba negros, un pantalón de jogging bordó con una remera clara y era muy gordo. Wolfe, dije. Y ahí me di cuenta. Nero Wolfe, agregué. Vi sus ojos al oírme, pero el encuentro definitivo entre nosotros se produjo cuando me presenté: Alina, Alina Reyes. Él completó: es la reina y, roncos los dos de embeleso.
Fui muchas veces más a la casa de Berazategui. Wolfe cocinaba para mí y no le importaba que yo comiera poco, porque hablábamos tanto. Eran conversaciones lentas, en tono bajo, puntuadas por largos silencios, por algunas risas. Jamás nos dimos la mano, yo llegaba y decía hola y él contestaba estás aquí.
Hace unos meses, Wolfe escribió: No me animaría a decirte esto si no estuviera seguro de que nacimos para encontrarnos y amarnos, con un amor superador de los cuerpos. Quiero solamente lo que me das, te ofrezco un lugar propio, un espacio reservado para que puedas estudiar y tirar las cartas, no deseo ni pediré ninguna intimidad, quiero que te cases conmigo.
Dije sí, renuncié al trabajo y ahora vivo unos días como jamás pensé, ser tan yo misma con otro, la gente aquí me conoce como Alina y yo me muevo por esta casa, por el jardín, hablando con Wolfe, tan la reina y.