Aquella mancha roja
Yo me sentía muy especial con aquellos zapatos rojos, de altísimos tacos y sobre todo muy pero muy caros.. Junto con su compañero, eran como dos nidos mágicos a quién yo confiaba mis pies. Al calzarlos sentía una energía que hacía que, inmediatamente, mi persona se armara como una marioneta sin hilos.
Me sentía otra, actuaba como si fuera otra, en realidad, ¡era otra!
Muy lejos de esta gris, chata, vulgar y acomplejada que soy el resto del tiempo.
Éramos totalmente contrapuestas. Cada una vivía o sobrevivía según me ponía o me sacaba esos hermosos zapatos rojos.
Subida en ellos me animaba a todo, usaba el maquillaje más atrevido, el peinado más extravagante, la ropa más audaz. Y mi cuerpo cambiaba. No se rían … ¡es verdad! Mis tobillos se afinaban, mis piernas se torneaban y aunque no lo crean también se alargaban. ¡Y no hablemos de mi cola!. Ningún hombre podía dejar de mirarla y admirarla. También mi cintura hablaba por sí misma, no exagero al decir que llegaba a medir varios centímetros menos.
Y por eso atesoré durante mucho tiempo ese zapato.
Con ellos me transformaba en una diosa y fueron muchos los hombres que quedaron esperando una mirada, una sonrisa, ¡pero yo no les daba nada!
Fueron tantos que perdí la cuenta y sus rostros se borraron de mi mente, pero el de aquel… ¡aquél no se me borró nunca!.
Lo sigo recordando con tanto amor como odio. Amor, porque él fue el único que me hizo sentir que el piso, bajo esos zapatos, se movía como en un terremoto. Odio porque fue quién terminó con mi aplomo, con mi seguridad de saber qué hacer con los hombres y además, porque por su culpa yo perdí uno de los zapatos rojos.
Después de aquella noche en que perversamente lo sometí a cuantos malos tratos se me ocurrieron, mi mala suerte quiso que, a la mañana siguiente, caminara hacia el taller de un remendón. Los llevaba en una bolsa y , para mi sorpresa , en una esquina me encontré con él. Desprevenida, comencé tartamudear, mi cara se puso roja como un tomate, mis ojos se veían redondos, lavados y sólo expresaban el pánico que me invadía y me dejaba paralizada.
Al principio actuó moderadamente, pero al ver mi confusión y mi falta de confianza comenzó a burlarse de la forma más despiadada. Sin duda tomaba revancha por tantos desprecios recibidos. Yo no atiné a nada, después de un instante que pareció una eternidad mi furia y rencor comenzaron a subir por mi pecho, no pude pronunciar palabra. Finalmente mi única reacción fue arrojar uno de mis zapatos a su estúpida cabeza.
Después de rebotar en ella cayó al pavimento quedando allí como una pequeña mancha roja, tan roja como la rabia que me desbordaba.
Escapé tan rápido que no pensé que dejaba atrás la mejor parte de mi vida, la más linda, la más dichosa.
Mucho tiempo pasé cargando con semejante frustración, no necesito describir la tristeza en que se hundió mi vida. Solo se me ocurrió volver a esa esquina cada año, al cumplirse la fecha, para recordar con inmensa pena la muerte de mi “Yo” feliz.
Pero este último no quise seguir con la rutina, decidí que debía llegar al lugar y arrojar el otro zapato y, de esa manera, terminar para siempre con esta maldita historia.
Estuve en ese sitio largo rato y cuando el recuerdo se volvió insoportable, saqué de la bolsa de plástico el otro zapato rojo. Ya mi brazo estaba en alto, a punto de enviarlo al medio de aquella avenida, cuando una voz me detuvo, era el vendedor de diarios.
Desde adentro de su kiosco aquel anciano me sonreía mientras su mirada cómplice me decía que él compartía mi secreto desde hacía mucho tiempo…
–¡Si va a tirar ese zapato, entonces tire también este!
En medio de mi asombro, comprobé que en su mano estaba el otro zapato rojo. Y continuó diciendo:— ¡Ya que esperó veinte años colgado del techo de mi kiosco, se merece terminar junto a su compañero!…¿No le parece…señor?