Producción literaria > Artículos

El dinero y las palabras

En una entrevista concedida hace unos meses a un diario argentino, Jorge Herralde, el director de la prestigiosa editorial Anagrama, explicó los motivos por los que se vio obligado a aceptar la venta de esa casa española al grupo Feltrinelli, de Milán. «He bregado a lo largo de veinte años para evitar que una editorial como la mía perdiera su independiencia -dijo (cito de memoria)-, y estoy orgulloso de haber resistido durante tanto tiempo. Pero 2010 marca una frontera: a partir de ese año ya no hubo nada que hacer. La batalla estaba perdida de antemano. Al menos tengo el consuelo de haber entrado en un grupo dirigido por Inge Feltrinelli, que es una amiga y una verdadera editora.» ¿De qué frontera se trata y qué sucedió en 2010 para que todo pataleo se tornara imposible? Y si los otros interesados en comprar Anagrama no eran verdaderos editores, ¿entonces qué eran? En principio, el proceso del que habla Herralde no es nada nuevo: muchas editoriales francesas, a las que conozco de cerca, han pasado a formar parte de grandes grupos, supuestamente sin perder su identidad, aunque cabe sospechar que no en todos los casos se habrá tratado de transacciones amistosas como la de Herralde con Feltrinelli. La venta de Grasset, sin ir más lejos, data de los años noventa, que en ningún sitio del mundo fueron gloriosos. Jean-Claude Fasquelle, su director y propietario por herencia y tradición familiar (la editorial se llamaba en una época Grasset-Fasquelle), le cedió sus acciones al grupo Hachette, poco antes de 2000. En ese momento y aun sin conocer los entretelones, los cambios que experimentó mi propia relación con esa editorial me bastaron para advertir que estábamos llegando a una terra incognita . Fasquelle se había comportado siempre como un gran señor, vale decir, como alguien que no estudia las cuentas al dedillo, o que si las estudia lo disimula. Es cierto que los dinámicos ejecutivos enviados por Hachette para reemplazarlo conservaron, mientras pudieron, un barniz de señorío, pero la atmósfera varió de manera tan vertiginosa como brutal: de la noche a la mañana los ejecutivos mostraron los colmillos, los contadores y empleados del sector comercial se volvieron todopoderosos y la cruda desnudez de las cifras entró a reinar. Todo habría quedado, para mí, en el terreno de las intuiciones confusas, si la lectura de la entrevista a Herralde, primero, y de L’argent et les mots de André Schiffrin -un librito de fundamental importancia publicado por la pequeña editorial La Fabrique, ésta sí completamente libre-, después, no me hubieran alertado sobre una situación muy concreta que ningún escritor y ningún lector deberían ignorar. Una situación que, por supuesto, también existe en la Argentina, y cómo, pero que, siguiendo a Schiffrin, me limitaré a exponer en relación con el país donde vivo y con los ejemplos sobre todo franceses y estadounidenses que maneja este autor. Digamos solamente que el espectro editorial argentino se ha dividido, como el de cualquier otro sitio del mundo, en dos -los peces gordos por un lado y los chicos por otro-, y que mientras los primeros responden a grupos internacionales, los segundos resisten. Schiffrin es un editor francés instalado en Estados Unidos, hijo del creador de La Pléiade, la célebre colección de Gallimard que reúne a los grandes autores universales: estar en La Pléiade significa ser inmortal. Antes de ahora Schiffrin publicó dos libros que daban la voz de alerta, L’édition sans éditeurs y Le contr ô le de la parole , pero el espeluznante panorama que pintaba sobre el estado de la edición mundial impresionaba, en Francia, menos. «Eso pasa en el mundo anglosajón -escribían los críticos de este país-. A nosotros no nos puede pasar porque la excepción cultural francesa nos protege.» L’argent et les mots echa por tierra aquellas ilusiones. En efecto, diez años después del primer libro citado, Schiffrin también menciona esa fatídica frontera de 2010. No sólo la situación ha empeorado en su conjunto y en todas partes, sino que tampoco Francia ha logrado salvarse. El poder de los dos grandes grupos, el arriba mencionado Hachette y el grupo Vivendi, no ha sido equilibrado por ningún otro del mismo peso. En Le contrôle de la parole , este viejo, tozudo y experimentado luchador cultural describía «las primeras etapas de la caída del viejo edificio». Todo empezó en 1998, cuando la compañía Générale des Eaux tomó el nombre de Vivendi para convertirse en «un gran grupo de comunicación y entretenimientos lanzado al juego de la globalización». Jueguito peligroso que hizo desmoronar el sistema. Como sucede con estas operaciones de naturaleza inasible llamadas financieras, de las que los ingenuos entendemos tan poco, pero cuyas consecuencias sufrimos, el crecimiento fue rápido y el derrumbe también. Cuando el ejecutivo de Vivendi, Jean-Marie Messier, se entusiasmó comprando, además de estudios de cine, una gran editorial de Boston, tuvo que vender todo a las apuradas y perdió millones. «Si Messier hubiera ordenado a sus editoriales que sólo publicaran poesía y novelas difíciles, no habría perdido ni una mínima parte de lo que se le fue de las manos», ironiza Schiffrin, sin agregar «por comilón» pero dejando la palabra en el aire. La historia sigue. Vivendi poseía un tercio de la edición francesa, con editoriales como Plon, Laffont, Nathan, Bordas o Pocket. Estaban tristes y cariacontecidos cuando apareció el «caballero blanco». Se trataba nada menos que del barón Ernest-Antoine Seillière, ejecutivo del grupo de inversiones Wendel, potentado como pocos y encima noble. Estupor general: ¿qué interés podían despertarle las editoriales a este financista conocido por sus ideas conservadoras y su escasa atracción por la cultura? «Yo no voy a vender Vivendi, a partir de ahora llamada Editis, hasta dentro de diez o quince años», prometió el barón, adelantándose a lo que todos pensaban y nadie se animaba a decir: que la jugada se parecía como dos gotas de agua a las conocidas y misteriosas compras de empresas, a veces productivas y hasta exitosas, pero que dan más plata al venderlas que al conservarlas. Tres añitos después, Seillière anunció que le vendía Editis a la española Planeta. La transacción le reportó una ganancia del 300 por ciento. Hubo cierto griterío tricolor patriótico porque, en vez de hacer negocios con Hachette, el barón había preferido una editorial extranjera, pero lo más importante no fue dicho. «Seillière había puesto en evidencia que todavía se podía ganar plata con la edición, no publicando libros que valieran la pena, por supuesto, o que fueran éxitos comerciales, sino comprando y vendiendo las editoriales mismas. El ejemplo de Editis -agrega Schiffrin- revela el nivel de ganancia buscado por los grandes inversores. Mientras las editoriales comerciales se esfuerzan por demostrar que pueden producir un rendimiento del 10 por ciento anual, esas cifras son bolitas de colores para todos los Wendel de este mundo, capaces de alcanzar un 300 por ciento. En la crisis económica actual, para ganar realmente mucha plata ya no es posible conformarse con esa actividad trivial que consiste en fabricar algo real y venderlo. Los bancos y los especuladores han hecho ver que jugando con el dinero de los inversores, creando productos financieros de una extremada complejidad y vendiéndolos a compradores inconscientes, se amasan verdaderas fortunas.» ¿Qué es de la vida del escritor en medio de esta fiebre? Muy simple: hoy, la gran editorial estadounidense Random House, que pertenece a la aún más grandota Bertelsmann, lo piensa dos veces antes de publicar a autores que vendan menos de 60.000 ejemplares. Dejando de lado los valores seguros -hasta cierto punto: la última novela de Umberto Eco, publicada por Grasset, obtuvo ventas que a gatas alcanzaban un cuarto de lo previsto- y a los productores de best-sellers o literatura-basura, uno se pregunta qué escritores podrán publicar alguna página en un futuro próximo, si la exigencia es llegar a 60.000. «Por si esto fuera poco y por el mismo precio» -añadiremos, puesta la mente en los vendedores de peines y biromes, un oficio acaso destinado a los escritores lo bastante ágiles como para subirnos al colectivo a proponer libritos que entren «en la cartera de la dama y el bolsillo del caballero»-, por si esto fuera poco, pues, tampoco al lector con ganas de descubrir autores le quedan muchas librerías independientes, ésas donde uno entra a mirar, a pedir consejo, y donde el librero, que para vender lo escrito ha comenzado por leerlo, decide por su cuenta qué poner en la vidriera sin esperar que los editores le paguen por centímetro de estante. Schiffrin relata que el grupo Feltrinelli, el de la editora amiga de Herralde, dueño de cien librerías, ofrece generosamente exponer las obras de un autor en sus cien vidrieras por la módica suma de 10.000 euros y «por ser usted». Pienso que si un editor modesto pero fervoroso tuviera esos 10.000, preferiría publicar otro libro antes que desembolsarlos para que los apresurados viandantes vean el color de una tapa repetida a lo largo y lo ancho de un escaparate. No podemos saber a ciencia cierta si los puñetazos en el ojo a que la publicidad nos somete despiertan el deseo o lo adormecen. Pero resolver en nuestro fuero interno que la vidriera monótona, insistente y remunerada es lo contrario de la libertad, y que la preservación del deseo pasa por la sobriedad, no por la desmesura, significa nada menos que elegir de qué lado estamos.

Fecha de vencimiento

¿Librerías independientes? En Estados Unidos, dice Schiffrin, las grandes cadenas las están destruyendo a paso redoblado, ese ritmo alocado y ansioso que preside todos estos enredos. Y sin embargo, ni siquiera el gigantismo les garantiza nada: por eso, para no perder su precioso tiempo, tanto la neoyorquina Barnes & Noble como su rival Borders se apresuran a desembarazarse de los libros «exigentes», o sea, con pronóstico de venta inseguro, por no decir desastroso, y devuelven a los editores cantidades de ejemplares nunca vistas hasta hoy. (Aunque esas devoluciones hayan aumentado en forma catastrófica, tampoco esto es reciente: desde hace varios años, cuando algún lector extraviado en el laberinto me anuncia que se ha pateado la ciudad entera buscando en librerías uno de mis libros, pero que está agotado, suelo responderle con amarga sonrisa: «Qué va a estar agotado; lo que pasa es que los libreros devuelven lo que, dentro de cierto plazo cada vez más cortito, no se ha vendido. Es como si los libros fueran yogures. Tienen fecha de vencimiento. En el mejor de los casos se los considera podridos a los tres meses, en los medianos, al mes, y con los otros basta una semanita para mandarlos a la morgue, perdón, al depósito. Ni te molestes en encargarlo -aconsejo, acentuando el rictus- porque a la mayoría de los libreros le resulta más engorroso volverlos a pedir que decretar su desaparición».) De las trescientas librerías que había en Nueva York después de la Segunda Guerra Mundial, relata Schiffrin, ahora, contando las cadenas gigantes, quedan treinta. En Inglaterra es igual: después de haber eliminado numerosas librerías independientes con el simple recurso de vender más barato, Waterstone fue comprada por W. H. Smith, una cadena de negocios de diarios y revistas que puede permitirse bajar todavía más los precios de los libros. Es por eso que en París, en los Champs-Élysées, un librero «resistente» llenó el frente de su librería con paneles de lado a lado donde figuraba la más drástica de las opciones: «vivir o morir». Lo vi con estos ojos. Parecíamos estar en la Comuna del 48 o en Mayo del 68, pero era simplemente un hombre que amaba su oficio y que se negaba a entregarle el local a un negocio de modas, tal como sucedió hace unos años con esa librería maravillosa que fue Le Divan, en Saint-Germain des Près, ahora convertida en Dior. Salta a la vista la semejanza entre estos negocios y el papel representado en el conjunto de la sociedad por lo que podríamos llamar el nuevo dinero, el de las burbujas financieras que con tan lindos colores se disuelven en el aire, el que genera las crisis. En Las ilusiones perdidas , Balzac, que supo como nadie hablar de plata, describe una empresa basada en el modelo artesanal tradicional. Ahora ya no se trata de esa plata. Ni de esa empresa. Ahora, ya lo hemos visto, la ganancia no está en fabricar. ¿Pero para qué los banqueros, los especuladores, los financistas se interesan en el sector de la, digamos, cultura, donde resulta obvio que el beneficio es chaucha y palito en relación con los niveles a los que están acostumbrados? Porque, habrá que repetirlo hasta el hartazgo, para ellos no se trata de hacer, sino de poseer y revender. Es claro que como el que se compra una editorial está obligado a publicar, o a hacer de cuenta que publica, la tendencia consiste en producir libros con fuerte potencial comercial y eliminar los otros de cuajo. «He dicho alguna vez que al dejar de lado nuevos títulos sin gran esperanza de venta, estábamos pasando del infanticidio al aborto -se burla Schiffrin-, puesto que se desechan contratos a los que ya no se considera financieramente válidos. Hoy ya hemos llegado a los métodos anticonceptivos: se hace lo posible para que esos libros no entren de modo alguno en el proceso de producción.» Al analizar los catálogos de grandes editoriales en los últimos cincuenta años, como por ejemplo el de HarperCollins, que ahora pertenece a Rupert Murdoch, Schiffrin sigue la huella de una transformación que los torna irreconocibles. En los años cincuenta y sesenta, esos catálogos comerciales no se diferenciaban de los que corresponden a las mejores editoriales universitarias de hoy. En la actualidad, la palabra «literatura» está siendo reemplazada por «industria del entretenimiento». De modo matemático, la publicación de esos libros coincide con la salida de una película o de una serie televisiva sobre algún tema afín. La tendencia también apunta a la centralización. Al amalgamar editoriales distintas, se puede, entre otras cosas, despedir a más y más empleados y agradecer a los sufridos editores por los servicios prestados, aunque hayan hecho buena letra poniendo en práctica lo que sus nuevos y generalmente invisibles patrones les habían exigido. Desde un punto de vista práctico, la amalgama se entiende. Desde un punto de vista moral, produce vértigo. El que dos editoriales como Doubleday y Pantheon, que antes eran el polo opuesto la una de la otra, aparezcan mencionadas dentro del grupo Knopf sin aludir a su nombre de pila le hace dar vueltas la cabeza al más pintado. Francia todavía guarda las apariencias en lo que atañe al nombre. La Martinière es un grupo editor de grueso calibre que antes sólo producía libracos turísticos con lindas fotos y papel brillante (confieso ruborizada que hace unos años, y por motivos meramente económicos, me he visto constreñida a pergeñar un enorme y ricamente ilustrado mamotreto sobre la Argentina, lleno de gauchos y de puestas de sol). Pero que La Martinière se haya comprado Seuil, acaso la más literaria de todas las editoriales francesas, la de Roland Barthes, la del grupo Tel Quel, la del exquisito barroco cubano Severo Sarduy, por mucho que le permita seguirse llamando como se llamaba, a mí, francamente, me deja muda. Ahora bien, si detrás de Seuil está La Martinière, ¿quiénes están detrás de La Martinière? Si los financistas que nos poseen no son editores, ¿qué son, fabricantes de embutidos? Idea balzaciana de tan antigua, me contestaría Schiffrin. En un reportaje filmado, este indignado de rostro impasible nos asegura que la plata de algunas editoriales francesas viene de aviones militares y de armamentos marca Dassault. Una palabrita con respecto a ese trío de grandes y prestigiosas editoriales al que malignamente se ha dado en llamar Galligraseuil, por Gallimard, Grasset y Seuil, famoso porque en cada temporada otoñal algún miembro del terceto arrambla con los premios literarios y deja a los demás rumiando su despecho. Pues bien, la única de las Tres Gracias que no se ha vendido a nadie es Gallimard. Debe de ser por eso que, cuando años atrás solía frecuentar esa casa editora con cierta asiduidad, Odile, la secretaria, me susurraba, mitad en serio y mitad en broma: «Pero Aliciá , no se ría tan fuerte, ¿no ve que esto es un templo?». Se me ocurre que ahora me reiría despacito y con respeto, como temiendo que una destemplada carcajada sacuda los cimientos de una de las raras editoriales que han sabido permanecer libres. «¿Cuál es el porvenir de esos sectores en un mundo regido por la rentabilidad? -se pregunta Schiffrin-. ¿Podemos confiar en el sistema tradicional, el de la propiedad generadora de beneficios? ¿Existen soluciones alternativas, nuevos modelos?». L’argent et les mots intenta ir más allá de una simple comprobación, para contestar a esas preguntas con lucidez pero sin pesimismo, en términos cuya originalidad está en esa bendita palabra que no me cansaré de repetir: sobriedad. En efecto, frente a la glotonería suicida de todo lo antedicho, las «soluciones alternativas» que sí propone, y que prefiere, tienen que ver con la moderación en el afán de lucro.

Cuestión de audacia

Una de ellas son las pequeñas editoriales independientes que se han multiplicado en el mundo entero; en Italia, Schiffrin ha contado varias decenas. Son las únicas con audacia suficiente como para arriesgarse a publicar textos no masticados ni digeridos de antemano. Ardua tarea: esas casas pequeñas se enfrentan al problema de las distribuidoras que les exigen un imposible rendimiento anual. Moraleja, la mayoría se las arregla a pulmón, y ya se sabe lo que puede el pulmón frente a una gran librería poco dispuesta a apilar sobre la mesa, bien a la vista, un ensayo poético, una traducción difícil, una primera novela de un autor raro. En Francia, las editoriales independientes producen un tercio de los 38.000 títulos publicados por año, pero el total de sus ventas sólo representa el uno por ciento. Lo mismo puede decirse de las editoriales universitarias en Estados Unidos. Por otra parte, esos pequeños editores son jóvenes, ardorosos, creen en lo que hacen y aceptan no ganar por su trabajo, ¿pero cuánto tiempo pueden sostenerse, en una sociedad que los impulsa a dejar de ser jóvenes y ardorosos y de creer en algo? Es cierto que la juventud de los unos es reemplazada por las de otros, y que siempre se puede confiar en lo que nunca ha fallado desde que el mundo es mundo: el traspaso de la antorcha. Schiffrin confía también, y mucho, en la ayuda oficial. En ese sentido, el CNL francés o Centre National du Livre es un magnífico ejemplo. Sin sus becas a escritores, traductores y editores, muchos libros no se habrían escrito ni habrían visto la luz. Por su parte, en Francia los centros regionales otorgan ayudas gracias a las cuales una pequeña editorial se puede mantener vendiendo apenas setecientos ejemplares, cosa nada inalcanzable aunque tampoco fácil (cuando Seuil se lanzó valientemente a la edición de las obras completas de un cuentista demasiado genial como el uruguayo Felisberto Hernández, vendió cuatrocientos). Esas ayudas han permitido la creación de 237 editoriales chicas fuera de París, que publican alrededor de 300 títulos. «No existe nada comparable ni en Estados Unidos ni en Gran Bretaña, a excepción de Escocia», admite Schiffrin. Hasta las municipalidades de los pueblitos ponen el hombro, facilitando locales para fundar editoriales y organizando encuentros literarios: cada verano, toda Francia es un hervidero de coloquios y mesas redondas a los que asiste un público apasionado con ganas de leer. Llegar a una aldea entre vacas de una región como el Gers, más conocida por esos pobres gansos alimentados a la fuerza con los que se hace el foie gras que por su contribución a la cultura, y encontrarse en una exquisita librería subvencionada, colmada de gente y ornada con retratos de escritores latinoamericanos, es una de esas experiencias por las que uno se dice que todo esto valió la pena. Lo que surge de semejante análisis es un fenómeno de disociación. Como si, al abrirse una brecha cada vez mayor entre lo que publican los grandes y los chicos, la diferenciación resultara tan evidente que casi pierde sentido continuar llamando «literatura» a unos y otros productos. ¿Qué relación existe entre un libro exigente y otro fabricado a propósito para que esa entelequia llamada «todos» pueda entenderlo? Frente al abismo que se agranda entre unos y otros, acaso convendría designarlos directamente con nombres distintos. ¿Por qué no abandonarles a los negociantes la palabra «novela», tan trajinada, y utilizar, por ejemplo, para las narraciones que requieren pasión y sufrimiento, aquella denominación propuesta por Unamuno para sus propias obras de ficción: «nivola»? De ese modo, y dejando de lado la obviedad del chiste (como en español la v se pronuncia igual que la b, en la Argentina la «nivola» vendría a ser una novela que a nadie le despierta el mínimo interés?), quedaríamos claramente distribuidos en lugares distintos. Ya no habría confusión. No se nos consideraría dentro de un idéntico rubro. Nuestros estantes en las librerías no serían los mismos. Schiffrin encuentra que ese proceso, de algún modo, ya ha comenzado. «En mi último viaje a Roma me impresionó la enorme diferencia entre los libros vendidos por una gran cadena como Mondadori y los que se podían encontrar en una librería independiente. No había casi nada en común entre las dos.» Cuando llegué a Francia en 1978 sin conocer a nadie, ni en el mundo editorial ni en ningún otro, la célebre traductora Laure Bataillon le presentó a las ediciones Mercure de France mi primera novelita, publicada en Buenos Aires con el sello Calicanto, proyección argentina de la más conocida editorial Arca de Montevideo. Conocida, aunque confidencial y nada comercial. Al poco tiempo se produjo el milagro: Simone Gallimard, la directora, me llamó para decirme que me publicarían la novela. «No se va a vender -me anunció-, porque es muy literaria, pero una editorial prestigiosa como la nuestra se debe a sí misma publicar textos de calidad, por invendibles que sean. Además usted vive en Francia, es joven y habla francés.» En aquel momento oscilé entre la fascinación y el escándalo. ¿Cómo? ¿Me publicaban sabiendo que no me venderían? ¿Y cómo lo podían saber, qué bola de cristal consultaban para estar tan seguros? Y además, si yo hubiera tenido noventa años, hubiera vivido en Pirané, Formosa, y hablado sólo guaraní, ¿ese mismo texto habría terminado en el canasto? Frente al mundo de hoy, las palabras de Madame Gallimard suenan a música de las esferas. El pronóstico de venta para ella quedaba claro, pero no era determinante, o no todavía. Una gran editorial «se debía» algo a sí misma. Hoy las cuentas son otras.

«Tantas resucitarás…»

Es el último día de octubre, sábado a la tarde, llueve en Buenos Aires. Acabo de ver y oír un DVD de Mercedes Sosa, un show en vivo, desde el exilio. Tal vez porque yo no soy una melancólica, a pesar de que esta tarde gris predispone para eso y para sentir presentes las grandes ausencias, la palabra que define mi estado de ánimo es embeleso. Una Mercedes no lejos de sus 40 años, bella, vestida de negro con un poncho rojo y negro, sola en el escenario con su bombo y un guitarrista. Y esa voz inmensa, cristalina, que ocupa todo el espacio. Canta Piedra y camino, Chacarera de las piedras, Guitarra dímelo tú, y se me pone la piel de gallina. Canta Duerme negrito y lloro. Canta Gracias a la vida y yo también le doy las gracias, por ella entre tantas cosas. Y cuando canta Antiguos dueños de las flechas le pide todo a su voz incomparable, hasta largos momentos a capella. La belleza de esta mujer es criolla y ella puede decir, desde ese escenario: “los tobas, nuestros compatriotas”. El exilio hizo sufrir a Mercedes y se lo cobró en el cuerpo. Países canallas estos que obligan a irse a sus artistas. Me he preguntado dónde está el peligro en esta mujer sola en un escenario. Escuchándola cantar, días pasados “defender mi ideología, buena o mala, pero mía” entendí. Eso hizo Mercedes Sosa: no claudicar, abrir puertas, ser generosa, cantar. Y estará resucitando, cada vez que la escuchemos.

Personajes femeninos

Cuando en el mes de diciembre subimos a la web el programa de Contextos referido a Personajes femeninos pude ver que, por lo menos para mí, los personajes femeninos más poderosos, aquellos que alguna vez quisimos ser, han sido escritos por hombres. Madame Bovary, Doña Flor o Teresa Batista, La Maga. Por supuesto que no he leído todo y que tengo baches como cráteres. Pero decidí empezar a buscar mujeres que escriban ficción y cuyos personajes sean mujeres. Rápidamente pensé en la Colometa de La plaza del diamante de Mercedes Rodoreda. Y, buscando libros para las vacaciones, encontré esa maravilla que es Beloved de Toni Morrison. Ah, la bellísima Sethe. Ahora me está esperando Sula, también de Morrison. Pero, creo, ninguna mujer querría ser como ellas. Me pregunto si las mujeres escribimos desde otro lugar, para dar testimonio de la lucha contra la dominación, siempre más cruel contra las mujeres, sus cuerpos, su derecho a decidir, a hacerse oír. Estoy intentando abrir un espacio a mujeres y hombres en el foro de lectores sobre este tema y les agradecería mucho su participación.

Irène Némirovsky

Había oído hablar poco de Irène Némirovsky, en especial a nuestro colaborador en el programa Contextos, Raúl Borchard, pero nunca había leído nada. En estos días pude encontrarme con su novela (¿nouvelle, cuento largo?) El baile. No sabía por qué, a poco de empezar la lectura, pensé insistentemente en Katherine Mansfield, principalmente en dos de sus textos: Garden party y Frau Brechenmacher asiste a una boda. Después, investigando datos sobre Némirovsky entendí qué (en realidad quién) las unía: Chéjov.

Dos mujeres con dos realidades muy diferentes, Mansfield nacida en Nueva Zelanda en 1903 y muerta de tuberculosis en 1923, a los 34 años; Némirovsky nacida en Kiev en 1923 y asesinada en Auschwitz a  los 39 años, en 1942. Dos vidas marcadas por el dolor, la tragedia, el desarraigo, la transgresión en el caso de la primera; la barbarie histórica en la segunda. En las dos la trascendencia más allá de sus cortas vidas

En El baile, Némirovsky cuenta los preparativos para una fiesta que está organizando un matrimonio judío devenido nuevos ricos, para ser aceptados en sociedad, y ahí la mirada impiadosa que va poniendo a la luz todas las hipocresías es la de Antoinette, la hija de 14 años. En Graden party, de Mansfield, todo es más sutil y poético, acorde con su estilo, donde el trasfondo de esta fiesta en el jardín planeada con todo detalle y en absoluta armonía, con orquesta incluida y a la que yo desearía haber sido invitada, es la muerte por un accidente de un joven de las barriadas pobres. En Frau Bechenmacher… el medio social es otro, pero ahí también está esa mirada que contrapone a la supuesta felicidad las penas, miserias y murmuraciones.

Dos escritoras para recomendar. Me sigo quedando con Katherine Mansfield.

La vida o la esperanza de un encuentro entre las almas

La vida nos da “mágicos encuentros”, fugaces momentos en donde otra alma puede percibir nuestra esencia. Quizás estuvimos años tratando de que el otro entendiera nuestro interior y mágicamente un día aparece ese sublime instante, en donde ha podido darse esa percepción, porque el otro ha estado abierto también para ese encuentro. Esto pasa en la vida en todos los órdenes de las cosas. Respecto de una obra de arte, una flor en la naturaleza, una regla gramatical que uno trata de que los alumnos comprendan, repitiéndola  hasta el hartazgo durante años y ellos preguntan azorados si alguna vez antes la había mencionado y, de pronto, mágicamente, se puede percibir una luz en el camino, se descubre lo intrínseco de una reflexión, se nos devela una verdad con simpleza y se da la magia del encuentro con el arte, la naturaleza, con un libro o un pensamiento, ya sea simple o profundo. No viene al caso la excelencia del autor o lo aparentemente normal en el ciclo natural de que una flor nazca a la vera del camino. No, aquel cuadro que estaba colgado en nuestra casa cuando éramos niños y nos acostumbramos a que formara parte del mobiliario, de repente cobra vida un detalle del mismo en otra etapa de nuestra vida y salta ante nuestros ojos como una percepción divina. La esencia siempre estuvo allí solo que faltaba nuestra disposición anímica para apreciarla. No había llegado “nuestro momento”, no habíamos sido inflamables hasta allí, la llama no se había encendido en nosotros por más que siempre estuviera ahí fuera centellando. Nada depende totalmente de la forma de ser de otra persona, de las cualidades de un libro o de su autor sino de nuestra capacidad de que él pueda llegar a nosotros y modificar, tal vez, algo en nuestra alma para llegar al “encuentro” de las mismas. Por eso y más aún me asalta siempre la frase del filósofo G.Berkeley: “Ser es ser percibido”: Existimos en la medida en que los otros perciben nuestro interior, nuestra llama que nos hace vivir. Entonces, recién allí podrá entender nuestra necesidad, podrá sentir “empatía” frente a mí y lo mismo yo respecto de él. Pero qué pasa durante la larga vida plagada de momentos “no mágicos”, donde no se ha dado la percepción. Entonces será la época de siembra, la época de las señales  luminosas, la espera con una “ardiente paciencia”, la liberación de los reproches frente al otro y los resentimientos nuestros internos, esperar ardientemente el momento mágico del encuentro que sólo se dará con el vaciamiento de todas estas sensaciones, porque en definitiva vale la pena el encuentro, la comunicación interna con otro ser humano, no sólo desde el punto de vista lingüístico, sino la profunda, la de dos seres frente a este milagro de nuestra existencia en la tierra. Allí siente uno que es amado y respetado pero que a la vez es capaz de amar y respetar al otro. Percibimos y somos percibidos: That’s the question! La crítica que practicamos frente a los demás es un vano poder de muchos, el amor, un privilegio de pocos. Pero cómo actuar frente al otro en el largo y arduo camino de la espera de ese “mágico encuentro”. Protegiéndonos, debemos velar por nosotros mismos, paso a paso y con método, teniendo en cuenta que también nosotros debemos tratar de percibir al otro en su diferencia no sólo en sus coincidencias frente a los intereses o sensaciones .Con amor y respeto por el otro para que sí nazca la esperanza del “encuentro”, pues sin nuestro vaciamiento interior no pasará nada, no lo propiciamos de seguro. Debemos aprender de nuestros fallos como decía Santayana, pues de lo contrario estamos destinados o condenados a repetirlos. No olvidemos al otro, no resignemos frente al arduo camino de la añorada percepción del otro de mi esencia, de mis características como ser humano. Quedémonos en nosotros, trabajando en nosotros, mejorando nuestro ser humano y esperando pero “protegiéndonos” frente a la  hasta allí, no percepción del otro. Tengamos presentes nuestra propia incapacidad de percepción del otro como un ser total y diferente a nosotros, con otra estructura de personalidad. Cuando nos libremos de esta necesidad de que nos reconozca, no de la esperanza de que suceda, y paralelamente nos protejamos del dolor que esto nos significa, podremos dejar de cometer fallos con tanta frecuencia y evitarnos futuros dolores. No estaremos reclamando eternamente que se nos comprenda sino que habremos comprendido cómo funciona el otro y así prepararemos, cuidándonos, el camino para el deseado “mágico encuentro”. Será una camino más liviano, sin tantas cargas emocionales, con menos expectativas y también podremos aceptar más fácilmente que el  encuentro también puede no darse o darse muchas veces más de lo soñado, es la contingencia de la vida, y así podremos ser mucho más felices si se nos da en realidad, aunque se trate de un instante fugaz, pero el calor de esta llamita, puede ayudarnos a preparar de nuevo el camino, el futuro sendero, con mayor comprensión entre ambos. También es un momento sublime que quizás ni se de en el devenir de nuestros días terrenos. Cuando ya no estemos, quizás un sonido, una palabra, algo simbólico (Borges), puede llegar a evocarnos, evocar“nuestra  esencia pese a la no existencia”, y se nos aparezca esa persona como una bella flor silvestre a la vera del camino. Allí se habrá justificado la esperanza de nuestra vida por lograr la percepción del otro. Ese otro ser humano no tiene obligación de entendernos. Sólo el amor puede ser más grande que nuestra capacidad de entender. No debemos darle lugar a la tristeza, podemos alejarla invocando nuestro espíritu generoso, nuestra piedad frente al otro y frente a nosotros mismos.

Jarchas. Artículo de Wikipedia.

(Extraído de Wikipedia)

Una jarcha (en árabe, «salida» o «final») es una composición lírica popular de la Hispania musulmana, que constituía la parte final de la moaxaja, de la que existen ejemplos desde el siglo X-XI. Las jarchas están compuestas en dialecto hispanoárabe coloquial, o en la lengua romance que utilizaban los andalusíes, impropiamente llamada mozárabe. Fueron escritas por poetas cultos árabes y judíos que tomaban como modelo la lírica románica tradicional. Pudieron recogerlas del folclore popular, o bien adaptarlas a sus necesidades métricas (pues debían integrarse en la moaxaja) o bien componerlas de nueva creación, a partir de moldes tradicionales. Su importancia radica en que son el documento más antiguo que se conoce de poesía en lengua romance.

La moaxaja (procedente del árabe, significa collar) es un tipo de poema culto que tuvo su momento de esplendor en Al-Ándalus entre los siglos IX y XII. Los árabes habían traído consigo un modelo lírico del siglo IV, la qasida, que constaba de largos versos emparejados monorrimos adecuados para la trasmisión oral por el maestro. Es el tipo de verso en que está escrito el Corán. La moaxaja está escrita en versos cortos, debido a influencias de la lírica popular, pero con temas y estructuras muy complejas. Aparece en la península y se le cree fruto de la mezcla de culturas existentes derivadas de la estrecha convivencia con la Hispania musulmana de la época de taifas, (árabe-hebreo-cristiano). Fueron descubiertas y traducidas por primera vez en el año 1948 por el hebraísta Samuel Miklos Stern en colaboración con el ilustre arabista español Emilio García Gómez. Las jarchas están escritas en lengua mozárabe con grafías del alifato árabe o alefato hebreo (literatura aljamiada).

Dada la ambigüedad de las lenguas semíticas, éstas se prestan a múltiples interpretaciones, las jarchas siguen constituyendo un motivo para el debate y la investigación especializada. Las jarchas se imbrican en la moaxaja como un estribillo de escasos versos en lengua romance, hebreo o árabe vulgar al final de las moaxaja.

Temática de las jarchas

Las jarchas mozárabes de amor son pequeños poemas populares en los que, generalmente, la voz del autor o de la autora es la de una muchacha que les habla de sus experiencias amorosas a sus hermanas o a su madre. Se cree probable que la mayoría de estos textos hayan sido escritos por hombres, aunque la temática y el contenido de los textos requería su redacción en la primera persona de la voz femenina. Sus rasgos más destacados son: la abundancia de exclamaciones, interrogaciones y repeticiones, el uso de un léxico sencillo y de muchos diminutivos, la construcción en versos de arte menor. Se considera que las jarchas, las cantigas de amigo galaico-portuguesas y los villancicos castellanos son ramas de una misma tradición popular, que también tiene ramificaciones fuera de la Península: la lírica tradicional. La importancia de las jarchas radica en que ayudan a aclarar los orígenes de la literatura española, ya que prueban que en la península ibérica también existía poesía lírica antigua. Hasta el descubrimiento de Stern, la épica era considerada la raíz de la literatura española.

La creatividad y la escuela.

Según Poveda, la creatividad es un proceso. En este proceso intervendría el adulto. Pero todo depende de la concepción que el adulto tenga del niño.

¿Es un niño que aprende, un ser que atraviesa etapas o un alumno al que hay que guiar y decirle lo que debe hacer porque todavía no sabe nada? En este último caso, el niño sería un “leedor”.

Siempre tuve la impresión de algo que “no sonaba” en relación con la idea de niño desde la escuela. Pero solo quedaba en mí esa sensación rara e incomprensible ¿Por qué ese malestar frente a una palabra tan común y aceptada para mencionar al niño que va a la escuela a aprender?

Si tenemos en cuenta las corrientes conductistas que hablan del aprendizaje del niño y de la enseñanza por parte del docente, encontraremos una estructura rígida donde uno da (el que sabe) y otro aprende (el que no sabe). Esta idea aun perdura en los tiempos que corren.

Desde siempre el niño fue considerado un ser pasivo que recibe de quien posee el saber. Entonces, al entrar a la institución escuela se transforma en “el alumno”: a= sin, lum (lumine, luz), o sea, “el sin luz”. En la escuela va a llenarse de luz a través del saber que va a adquirir, porque él no sabe.

Y digo que persiste más allá de las corrientes teóricas que hablan del niño actor, protagonista de su aprendizaje, crítico, cuestionador, etc. O sea, de la corriente constructivista que no logra unir teoría con práctica. Más allá del discurso dicotómico de las políticas educativas y de los docentes de todos los niveles. Porque hemos sido educados para repetir lo que el docente quiere escuchar, lo que él sabe y que es así y no de otra manera.

Pero ¿qué tiene que ver esto con un proceso que apunte a la creatividad? ¿Que apunte a que el niño pueda disentir, cuestionar, pensar por sí, dejar libradas sus cavilaciones y respuestas a un pensamiento distinto y libre? ¿Por qué tiene que haber una sola respuesta para una situación?

Por eso, el “alumno” no es escuchado”, es un ser que debe escuchar y aprender. Por eso, más de una vez se ABURRE y a veces se PORTA MAL, esconde útiles, empuja, habla de cualquier cosa. Porque la didáctica en sí, no contempla los intereses ni da lugar a que el niño sea partícipe de su propio aprendizaje. No hay incentivo para la observación, para la curiosidad, para la experimentación. No se propicia el descubrimiento porque todo está descubierto ya por el adulto. No hay espacio para la acción, la participación, sino para la repetición.

Consideramos al niño “alumno”, un ser incompleto, al que le falta siempre algo. Nuestra mirada sigue siendo desde nuestra adultez, tantas veces incompleta.

¿Somos capaces de escuchar ideas tal vez insólitas? ¿De sorprendernos, de reconocer cuánto no sabemos, de recrear una idea o crear nuevas respuestas?

Porque el camino de la creatividad es un camino que se aprende, que se teje entre uno y los demás.

Creo que todos los seres humanos nacemos como un hecho biológico y nos “hacemos” nos desarrollamos a medida que vamos viviendo “con”, hasta el último día de nuestras vidas.

Congreso internacional de promoción de la lectura y el libro. mesa: “leer y escribir en el siglo xxi”. ponencia: “el taller de poesía en la educación de adultos”

La lectura y la escritura son  prácticas  culturales de diversas características que implican tener en cuenta los variados modos de comprensión  de los integrantes de distintas comunidades y uno de los posibles caminos para construir “una identidad abierta”. La escuela es el ámbito propicio para crear escenas de lectura y escritura no sólo individuales sino colectivas y abrir compuertas para que todos hagan uso del derecho insoslayable de tomar la palabra.

Acordamos con Michel Petit1  que el rol del docente como mediador propicia esa construcción de la subjetividad e incentiva la posibilidad de crear mundos posibles porque es el que tiende puentes entre los lectores y los textos, puentes constituidos por una variedad de estrategias. (Petit, 1999).

Las prácticas de lectura se caracterizan por la diversidad de interpretaciones que surgen de las experiencias de los sujetos lectores y al hacer “una puesta en común”, esa multiplicidad de voces se interrelacionan y construyen un puente de comunicación y enriquecimiento no sólo personal sino de todos los integrantes del grupo. Esta práctica cultural posibilita la inclusión de la diversidad, desterrando el concepto de homogenización, que consideramos excluyente porque los distintos modos de comprensión dan cuenta de experiencias culturales particulares, que debemos considerar a fin de que la promoción de la lectura tenga en cuenta las diferencias de los sujetos y sus modos particulares de apropiación de los bienes simbólicos y siguiendo a Elsie Rockwell2 se hace indispensable recuperar la dimensión biográfica del acceso a la escritura y a la lectura.

 

Experiencias de talleres de lectura y escritura en escuelas de adultos: primarias, C.E.N.S, PAEBYT y Centros Educativos nos mostraron que la   lectura y la escritura estaban presentes en la vida de esos alumnos, no de la manera convencional, sino por otros caminos: leyendas, mitos y tradiciones de las zonas de origen, narradas por algún familiar, rondas de cuentos populares alrededor del fuego o multiplicidad de leyendas urbanas que circulan por sus barrios. Otro caudal de lecturas lo brindaban las canciones que aportaban distintas miradas del mundo y que ellos conocían a la perfección. En base a ese capital, realizamos distintos talleres, tanto en C.E.N.S, Primaria de adultos y Centros Educativos y el reservorio cultural de los alumnos nos posibilitó un acercamiento al lenguaje poético. Partimos de las diferentes estéticas  para introducirnos en los recursos de la poesía. El lenguaje metafórico de las letras del rock nacional puso de relieve el trabajo particular con la palabra. Lo mismo podemos decir de las letras de  tangos, zambas, chamamés o boleros. Cada uno de estos géneros despertaba múltiples emociones. Esta diversidad nos permitió desarrollar consignas de lectura y escritura en las que lo vivencial permitía la entrada a otras voces. Y así la ciudad de Charlie García, Fito Páez, Discépolo u Homero Manzi recibía la ciudad de Baldomero, Perlonguer, Gelman o Mangieri. Igual que los campos o los ríos de las zambas y las guaranias dejaban paso al monte de Federico, al mar de Neruda o de Alfonsina. Los cantos amados  traían memorias de otros tiempos o recientes, fortalecían los saberes previos y propiciaban la llegada de nuevos cantos, de nuevas voces. Comprobamos que la poesía llama de distintas maneras: por su sonoridad, su ritmo, su poder de síntesis, la transgresión, ya sea en el uso del lenguaje, el espacio o en su decir que rompe esquemas, desafía, juega, arma y desarma. Traza volteretas, invita al juego, a la memoria, desanuda el tiempo y hace posible regresos y maldiciones, recuerdos y desafíos, encuentros y corredores transitados por voces que susurran, gritan, definen o acusan.

A la poesía se entra sin miedo. Lo importante es tener el oído atento y los ojos bien abiertos para no perderse nada. El vivir muchas veces tiene ribetes de poema. El agua, el viento, una voz, una mirada o la sombra de un gesto pueden dejarnos una huella que al hacerse palabra, se hace verso, sonoridad, se hace voz nuestra y al compartirla es de todos, sino basta con leer a los poetas de la ciudad que encontraron en las calles porteñas y en sus rincones una manera de decir. O los otros, los poetas lejanos que hablan del mar o de las montañas y nos posibilitan construir nuestro propio mar y nuestras propias montañas y las palabras se mueven, se tiñen de colores, de gustos, florecen en aromas y es una fiesta comprobar que el mar de Neruda tiene otro verdor y que la lluvia de Vallejo o de Baldomero resuena en nuestro patio o que el amor de Bécquer, Pizarnik o  Shakespeare se encuentra a la vuelta de una  esquina.

Una mañana cualquiera la vida tiene un vestido nuevo y al sentir y pensarlo, el verso está codo a codo con nosotros y qué bueno compartirlo, instalarlo en el aula y ver qué pasa. ¿Cómo serán los vestidos de la vida de nuestros alumnos en esa mañana? Y ahí está el pizarrón y cuando las voces surgen porque la convocatoria a darle palabras a los sentimientos, a las cosas, a crear mundos, a nombrar la vida, a experimentar con  el juego sonoro, instala los versos  y el poema nace. Y la invitación sigue porque la poesía siempre espera más, entonces tomamos un libro de poemas y leemos, leemos con ganas para que el alma se instale en cada sonido, se corporice, se meta en los bolsillos. Leemos sobre la lluvia, el tren que corre, el cielo desparejo o las calles de algún barrio. Leemos un poema, dos poemas y dejamos el aula llena de duendes como decía Federico y la palabra emprende el viaje, transformada porque alguien la recibió y la llenó de vida.

En un taller con adultos de un C.E.N.S, los invitamos a recorrer esos versos, a hacer uso de ellos. El poema instala otra dimensión, y al sentirlo hace posible que la voz salga de su corral y dialogue con él, lo recree, lo amplíe. Un solo verso puede soltar las velas y lanzarnos al mar. Al leer estos versos de Juan Gelman: “Lo que me diste// es la palabra que tiembla” y plantear qué sucede en ese acto de dar, surgieron muchas respuestas. Cada alumno dio su propio matiz y la palabra y el temblor se llenaron de luz, de pájaros, de sombras y en algunos, de silencio. Y al armar collages con versos de distintos autores se sumaron  las voces de los alumnos, pegando, seleccionando, viendo qué pasaba, a qué territorios los llevaban esas palabras.

La música es otra gran aliada del taller de poesía: crea climas, sugiere paisajes, deja que los sentimientos salten la valla y permite que las palabras surjan y se escriban de manera espontánea, sin seguir ningún orden para luego, combinarlas en una frase. En un taller, Enrique, un alumno de C.E.N.S, después de escuchar un tema de Uña Ramos, escribió:”viento- desierto- cardo- noche- silencio” y luego de  jugar con los significados, escribió en el pizarrón:”El viento del desierto barre la noche poblada de cardos. Silencio” y las palabras sueltas cobraron vida y como en el curso había varios alumnos del norte, la emoción se instaló y esa frase generó otra propuesta: continuar el texto y ver hacia dónde los llevaba el viento que su compañero había sentido.

Trabajar con el discurso poético implica un desafío para el docente de Lengua y Literatura: Desafío porque este discurso por su misma naturaleza, quiebra todos los estereotipos pero este quiebre permite que las voces secretas de los alumnos puedan aflorar, se manifieste su subjetividad, sus visiones del mundo y al socializar lecturas y producciones se establezcan vínculos con la palabra del otro y se rescate la diversidad a partir del sentir. Y en ese ámbito de exploración y descubrimiento, cada alumno va encontrando su manera de decir y, en la puesta en común, el grupo se enriquece con los distintos aportes. El hecho de escribir, con sus idas y venidas, tachaduras, cambios de palabras, abre las puertas de la reflexión, grupal o individual, según el tipo de trabajo. Pero siempre la mirada colectiva posibilita nuevas lecturas.

Uno de los problemas que se nos planteó al trabajar el texto poético fue ver de qué manera se ponían en funcionamiento los distintos modos de apropiación a la hora de leer y escribir y qué procesos de construcción de subjetividades se ponían en escena. Una de las posibilidades fue elegir un recorrido textual a través de tópicos recurrentes para abrir un abanico de significaciones. Y nuestra tarea como coordinadores fue posibilitar que todas las voces se escucharan, que todos los escritos de los alumnos circulasen y entre todos ir construyendo saberes.

 

La diversidad de consignas mostraron el fuerte valor performativo de las palabras. Según lo postulado por Bourdieu3, con los discursos producimos creencias y con esto producimos acciones. Los discursos construyen al mundo, hacen cosas. Acordamos con Egan4 que “la imaginación es la herramienta de aprendizaje  más potente y enérgica”. (Egan, pg. 12).

 

Estos talleres evidenciaron otra dimensión de nuestras prácticas porque  ofrecían diferentes rutas para el encuentro o reencuentro con los libros y la escritura. A partir de esta empiria compleja, en ámbitos en los que predomina la diversidad sociocultural y también la pobreza,  nos enfrentamos con una realidad que requería otro tipo de acercamiento, que  rompiera con las prácticas establecidas, para aprovechar esos modos de leer y escribir distintos de los paradigmas escolares y lograr el poder de convocatoria de las palabras. Para este fin, la poesía fue una magnífica aliada que posibilitó el encuentro con los textos e invitó a viajar para explorar nuevos territorios.

Del libro sagrado al desechable. Artículo La Nación

¿En qué se parecen la Anses, la Asociación de Alcohólicos Anónimos y el Club Atlético Huracán? Si después de pensarlo un rato no se les ocurre la respuesta, prueben con este otro acertijo que es más fácil y cuya solución es igual a la anterior: ¿qué tienen en común el Correo Argentino, el Ministerio de Ciencia y Tecnología, la Academia Nacional de Tango y la Casa del Islam? La respuesta está ahí no más, muy cerca de Plaza Italia: ¡todos son expositores con stand en la Feria del Libro!

Por supuesto, en «la feria más concurrida del mundo de habla hispana», según reza uno de sus eslóganes, también están presentes con stand propio la Academia Nacional de Letras, la de Bellas Artes, la de Ciencias Físicas y Naturales, el Consejo Espiritista Internacional, la AMIA, la Asociación Budista Argentina, la Asociación de Combatientes de Malvinas, la Casa de Catamarca, el Centro Armenio, Compumundo y otros ochocientos y pico de expositores de naturaleza de lo más diversa, cuyos nombres empiezan con todas las letras del alfabeto y no sólo con «a» y «c», como los mencionados más arriba.

En nuestro planeta se publica un libro cada treinta segundos. Esto significa que aun cuando alguien se propusiera la descomunal tarea de leer un libro diario, estaría dejando de leer casi tres mil libros publicados ese mismo día, lo cual al cabo de un año significaría que no leyó un millón quinientos mil libros. Semejante sobrepoblación es posible porque desde que se inventó la imprenta, hace ya casi 600 años, cada vez resulta más fácil y más económico publicar. Antes de Gutenberg, hacer un libro demoraba, como mínimo, dos o tres años. Los libros se copiaban a mano en los scriptorium de los monasterios, donde un grupo de calígrafos, copistas, correctores e ilustradores trabajaban, día tras día, preparando los pergaminos y las tintas, trazando líneas en las páginas, dibujando cada letra con una meticulosidad hoy insospechada. En aquel entonces, un monasterio pequeño podía considerarse afortunado si llegaba a tener dos docenas de libros, pues las colecciones más ambiciosas apenas rondaban los quinientos. Los libros eran un bien caro y escaso y, en su mayoría, eran textos sagrados o comentarios sobre esos textos. Quizás ahí se origine la idea, aun común en nuestros días, de que publicar equivale a haber ganado una dosis de inmortalidad.

La invención de la imprenta trastocó ese orden de cosas: no sólo cambió la manera en que se producían los libros, sino que convirtió el conocimiento en un bien al alcance de todos, revolucionando el ámbito de la cultura, las ciencias, la política y la economía. Los números son elocuentes: a mediados del siglo XV, cuando se imprimieron los primeros libros, se publicaban un par de centenares de títulos al año, en ediciones que no superaban los mil ejemplares; cien años después, la cifra se había multiplicado por cuatro (en 1650 se publicaban unos 2000 títulos al año); dos siglos después, la cifra se había multiplicado por 25 (50.000 títulos en 1850). Desde entonces, el número de libros publicados ha seguido creciendo exponencialmente no sólo en términos absolutos, sino también -y esto es lo más sorprendente- con relación a la población mundial. Todo esto lo expone el poeta y ensayista mexicano Gabriel Zaid en su obra Los demasiados libros .

A principios del siglo XXI, nuestra grafomanía universal produce más de un millón de títulos al año. En su mayoría, se trata de libros que jamás serán reeditados ni traducidos y que se exponen -si sus autores tienen suerte- quince días en las mesas de las librerías y que después pasan de moda como una exhalación, hasta que al cabo de cinco o seis años las editoriales venden como pulpa para papel el remanente de ejemplares que nunca vendieron. Ni Orwell ni Huxley imaginaron algo así: la destrucción masiva de libros, no porque digan algo incómodo, como en Fahrenheit 451 , sino porque el lugar que ocupan es demasiado costoso. Pero ¿qué otra cosa pueden hacer las casas editoras si en los últimos años el número de libros crece dos veces más rápido que el de habitantes? A veces, da la impresión de que hay más gente escribiendo que leyendo. Más escritores que lectores. Todos queremos ser leídos, pero todos tenemos muy poco tiempo disponible para leer.

Los puristas literarios y los misántropos desprecian la Feria del Libro. Afirman que predomina el aspecto comercial, que hay mucha gente y demasiado ruido, que hay los mismos libros que en las librerías, que los vendedores no son libreros, que lo que hay de saldo es peor que lo que se ve en la avenida Corrientes. Conozco escritores que sólo van si son la estrella del momento, si tienen que presentar un libro propio o dar una clase magistral. Cuando salen de la Feria tienen el rostro desencajado, como si a duras penas hubieran escapado del infierno. En el otro extremo está la gente común que va por curiosidad o porque sabe que se la considera una de las mejores ferias de América latina, y paga con gusto 20 pesos para entrar en un predio en el que los libros cuestan exactamente lo mismo que en las librerías, pero que ofrece una cantidad de beneficios adicionales como charlas, presentaciones, preestrenos de películas, fotos con superhéroes, espectáculos teatrales y shows de payasos y malabaristas.

A quienes desprecian la Feria del Libro por su aspecto comercial conviene recordarles que desde su origen, en la Edad Media, las ferias fueron mercados temporales creados, precisamente, para exhibir y vender mercancías. El comercio es la razón de ser de toda feria, y si la Feria del Libro de Buenos Aires brinda, además, salas en las que se realizan mesas redondas, conferencias y talleres, deben apreciarse estos eventos como agregados que intentan darle mayor prestigio entre los escritores y el público realmente lector. Sin embargo, puesto que por definición el objetivo de una feria es vender, es inevitable que en los pabellones no predomine la literatura seria y de gran calidad, sino las novedades editoriales, esas que van rotando cada quince días en las vidrieras, esas que dentro de un año habrán sido olvidadas, y dentro de cinco, recicladas para hacer papel para otros libros, que, a su vez, serán de nuevo reciclados.

La Feria del Libro no es una feria de literatura. Por el contrario, quizá convenga analizarla más bien como una exhibición universal del estado de la cultura, o de la palabra escrita, en nuestro tiempo. Y puesto que vivimos en una época en la que prima el consumo fácil, una época altamente politizada en la que también los libros se han convertido en mercancía y objetos de consumo, es lógico que mientras recorremos kilómetros y kilómetros de pabellones de la Feria, la literatura destaque infinitamente menos que los libros de política, cocina, turismo, autoayuda, bonsáis saludables, abdominales de lujo, razas de perros para personas hipoacúsicas, instrucciones para enseñar a leer a bebes recién nacidos, para dejar de estar sólo a los 50 o para aprender chino mandarín en 24 ¡sencillísimas! lecciones. De más está decir que, al ser espejo de la sociedad, en la Feria hay muchísimos estantes repletos de novelas de Florencia Bonelli y John Grisham, mientras que quien entre buscando un libro de Abelardo Castillo o Jonathan Franzen debe armarse de paciencia.

Escapar de este estado de cosas es, quizás, imposible. Criticarlo parece sencillo en apariencia, pero hacerlo con profundidad resulta bastante más difícil, pues al criticar la industria de la cultura y el arte masivo puede caerse en la trampa de defender una cultura elitista o un arte cuya única función sea trascendente. Paradójicamente, hablar de esto con la profundidad que se merece es algo que la buena literatura suele hacer, justamente porque la buena literatura busca tocar lo que está más allá de la superficie: ese interior profundo que se encuentra por debajo, precisamente, de una sociedad en la que el arte se ha convertido en mercancía. Eso es lo que hacen novelistas como Franzen, Don De Lillo y Philip Roth cuando crean novelas en las que los destinos individuales se ven tocados o moldeados por la política y la historia.

Las obras de buena literatura son mucho más que una moda. Son comentario y crítica social profunda, en vez de arengas políticas simplificadas y reduccionistas. Son un intento de comunicar las verdades individuales y colectivas más incómodas, más dolorosas, más difíciles. En ese sentido, la buena literatura seguirá siendo sagrada. En el sentido de que esos libros tratan de decir lo que difícilmente puede ser dicho; lo que no se comunica con un simple eslogan, lo que no es blanco ni negro, derecha ni izquierda. Lo que necesita de la cadencia de un poema o de la historia de toda una vida para poder arañar más allá de la superficie hasta tocar un fondo de verdad.

La humanidad hoy escribe más de lo que puede leer. En economía eso se llama sobreoferta. Hay tantos libros que se los valora menos. Hay tantos libros que son casi desechables. Hay tantos libros que bucear entre ellos hasta encontrar uno que perdure es cada vez más difícil.

Sin embargo, eso no significa que no existan, que hoy no se estén escribiendo los clásicos de mañana ni que ya no haya autores que aspiren a hacer gran literatura y cuyos textos sean sagrados para un pequeño grupo de lectores. Esos son los libros a los que volvemos una y otra vez: los clásicos y los contemporáneos escritos en esa misma tradición. Esos son los libros que se leen en silencio, en solitaria quietud. Esos son los libros que nos cambian y nos conmueven, como nunca hará ninguna feria, por buena que sea.

1421

Gavin Menzies es un marino inglés apasionado por los mapas. Dedicó buena parte de su tiempo libre a recorrer museos y colecciones cartográficas. Hasta que dio con una incongruencia. Un mapa que detallaba accidentes geográficos desconocidos para la época en la cual  había sido fechado. Una de dos: o la fecha era incorrecta, es decir que el mapa correspondía a una época posterior, o había que revisar la historia oficial de los viajes de descubrimiento.

Menzies siguió hallando mapas incongruentes. Mapas que mostraban la costa de África mucho antes de que los portugueses hubiesen navegado alrededor del Cabo de Buena Esperanza, mapas que describían detalladamente las costas de América del Sur, e incluían la descripción de especies autóctonas como ser el guanaco y la llama.

Es decir que los navegantes portugueses y españoles que habían “descubierto” el Nuevo Mundo en realidad habían seguido los pasos de misteriosos predecesores. En épocas pasadas no sólo los cuadernos de bitácora eran celosamente guardados, sino también los mapas que señalaban nuevos horizontes y rutas navegables. Eran las llaves del comercio y de considerables fortunas.

La tesis revolucionaria de Menzies es que fueron los chinos a comienzos del siglo XV quienes lanzaron al mar una flota impresionante con la orden de navegar hasta los confines del mundo. En aquel entonces, al igual que hoy en día, los chinos eran una potencia mundial. Contaban con astilleros y los recursos económicos como para financiar una empresa de tamaña envergadura. Dominaban los secretos de la navegación al punto de haber resuelto los misterios de establecer la longitud en alta mar varios siglos antes que occidente. Sus navíos, mucho más grandes que los que utilizaban los europeos, tenían sin embargo dos limitaciones: sólo podían navegar a favor del viento y de las corrientes oceánicas. El autor, marino al fin, da una detallada relación de los vientos y corrientes prevalecientes, a fin de demostrar la factibilidad de la empresa.

La versión oficial del descubrimiento de América por parte de los navegantes europeos se vio facilitada por el hecho de que la política china hacia el mundo exterior se modificó radicalmente con posterioridad a los grandes viajes de circunnavegación. China volvió a cerrar sus fronteras y los funcionarios destruyeron todos los documentos relacionados con dichos viajes.

Gavin Menzies nació en 1937 en el Reino Unido, se crió en China, destino de su padre, y fue comandante de submarino de la marina británica.

1421, dado a conocer en 2002, es un ensayo apasionante que cuestiona las certezas que nos inculcaron nuestros mayores. Sostiene una tesis revolucionaria que ha sido cuestionada duramente por los medios académicos.

Existen ediciones españolas de la obra (Círculo de Lectores 2003, Grijalbo 2003, Debolsillo 2004), y de su segundo libro 1434 (Debate 2009, Debolsillo 2010). Cuenta además con un sitio web: www.gavinmenzies.net