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PRESENTACIÓN DE LA NOVELA DE MIREYA KELLER EN ARGENTINA

 

La Fundación Victoria Ocampo invita a Ud. a la presentación del libro Mujeres del mundo de Mireya Keller.

Mujeres del mundo relata la vida de tres mujeres, tres generaciones de la misma familia, que van enhebrando sus vidas de absoluta ficción con las historias reales de dos grandes “mujeres del mundo”, Victoria Ocampo y Gabriela Mistral, quienes se profesaron una profunda y larga amistad, a pesar de ser ésta una faceta poco conocida de las dos. A  través de esta relación, la novela marca el trasfondo cultural  de sus respectivos países, Argentina y Chile.

Vino de honor

Miércoles 14 de junio de 2017 a las 19.00 hs. Asociación Biblioteca de Mujeres Marcelo T. de Alvear 1155 – C. A. B. A.

 

 

 

 

 

Cuento corto de Raúl Borchardt

NI LOCA

     ¿Dejarme a merced de la sirvienta? Jamás. Jamás de los jamases.

¿Para qué tengo marido? Total que se va a jugar al golf, y si llueve se arma un partido de póker. ¿Solo para eso dispongo de marido?

Ni se le ocurre brindarme un poco de compañía. Siempre surge algo más urgente. Si no es un trámite bancario hay un vencimiento que no admite dilaciones. ¡Y a mí que me parta un rayo!

Y la paraguaya esta que lo único que sabe hacer es hablar a los gritos. Como si yo estuviese sorda.

Los hijos brillan por su ausencia. Una dio a luz con dolor, con dolor de verdad, porque en aquellos tiempos no había epidural ni cosa parecida. Y total para qué, si ellos siempre tienen algo más importante que hacer. Se acuerdan, con suerte, el día del cumpleaños y ese día de la madre inventado por los comerciantes.

La chica me tiene harta con tantas indicaciones. Que es la hora de la pastillita, que se me va a enfriar la sopa, que no le como suficiente. Ni que me hubiese convertido en una criatura de pecho.

A las nueras ni hace falta nombrarlas. Refugiadas detrás de bebés, pañales, pediatras, guarderías, reuniones escolares. No les sobra tiempo ni para un llamado telefónico.

Que me tengo que mover. Que salga a caminar insiste el médico. Sola no me animo, y acompañada por la doméstica es un papelón. Yo por la calle con una mucama. ¿Se lo pueden imaginar? Antes muerta.

Mi marido perdió interés por el cine. A mí me entretenía. Tendrían que conseguirme una compañera presentable, algo así como una dama de compañía. Alguien con quien poder mostrarme en público. Porque esta sirvienta que tenemos, cuando llega el fin de semana y decide arreglarse queda hecha un clown. Toda pintarrajeada y la ropa colorinche a más no poder. Así es imposible.

Yo que fui educada primorosamente por monjas francesas venir a terminar junto a esta mujer chillona e iletrada. ¡Quién lo hubiese pensado!

Este es mi ultimátum. Me tienen que encontrar una solución. De lo contrario me quedo en la cama todo el santo día. En camisón como dios manda. A ellos y a la mucama que los parta un rayo.

Raúl Borchardt

 

 

M.G., de Sonia Figueras

A quien encuentre esta carta, favor de entregarla al Señor Jefe de Policía

Investigación del caso de la desaparición desde hace treinta días en circunstancias sospechosas y posible muerte de una mujer y un hombre en Museo de La Artes.

El cuadro se enseñoreaba en la pared tan blanca, tan nívea. Diríase que comandaba el espacio. Los demás desaparecían. Un rojo fulgurante surgía de la tela en la que el verde pistacho no lograba aplacar y en medio de ellos el naranja de los naranjales con su mayor esplendor iluminaba hasta la ceguera.
En rojo, las iniciales M.G, adivinadas abajo en un garabato arábigo, a la derecha del cuadro, se fundían con el fondo negro de la tela y en la pared, al costado, apenas se veía en una placa difusa, el título, Invasión.
La mujer, pelirroja de ojos muy grandes, absorta, no desviaba su mirada en tanto desde un ángulo de la sala, el hombre, de cejas espesas y un rictus en su boca no dejaba de observar las dos obras de arte, la belleza de la exótica mujer con apostura exultante reclinada contra la pared y la grandilocuencia de la pintura.
La escena se repitió por las mañanas. La deslumbrante mujer en admiración por el cuadro y el hombre en expectación constante.
Hasta la mañana en que ella no fue a la galería y el cejijunto empezó a indagar, tal pareciera su costumbre.
La primera vez encaró desafiante con un desvío de su mirada recelosa, inquiriendo por los horarios de la galería justo a él, ¡a él, el encargado de las salas 1 y 2! – consta en registro de Personal -.
La segunda mañana, soleada, por lo que, el antedicho encargado de las salas, vigilante como guardián de plaza, cerró las ventanas ” no fuera cosa de que se arruinara alguna tela”, el hombre se interesó por algunas otras en exposición.
Al día siguiente el individuo habló indirectamente de Invasión.
Hizo alusión a los colores, alabó el impacto que daban al entrar a la sala y luego fue directo al tema. Quiso saber si ya estaba vendida y si era así, cuál había sido el precio pagado.
Molestó su pregunta porque el celoso cancerbero nunca jamás se inmiscuía, jamás, en los precios. Para él estas telas no tenían precio. Eran obras maestras….y más las de sus salas. Además, nunca supo el verdadero valor de cada una.

– No sé por qué, Señor Jefe de Policía, se les ocurrió bajar al sótano. Los maté a los dos, al encargado y a ella. La bala que hallarán en mi cabeza es de la misma arma que disparó a los traidores.
En el bolsillo de mi saco dejo a Ud. esta carta en la que me atribuyo las muertes de la mujer que amaba y del maldito encargado.
Antes de morir, la infiel me echó una última mirada de desprecio.
Invasión y ella eran mías, sólo mías.

Entrego a Ud, Sr. Jefe de Policía, el caso M.G. resuelto.
Martín Grisso – Jefe de Investigaciones
M.G.

¡Nos vamos a Chile!

INVITACION NOVELA MUJERES DEL._._

¡Están todos invitados! Zulma Fraga hará la presentación de la novela y de la figura de Victoria Ocampo mientras el profesor de Literatura de la Universidad de Viña del Mar lo hará desde el lado de Gabriela Mistral.

El desconocido. Beatriz Minichillo

EL DESCONOCIDO

Apareció de la nada en un acto público. Lo descubrió sentado frente a ella, del otro lado de la mesa. Porte interesante, tipo intelectual descuidado, barba, mirada inquisidora. No pertenecía al grupo, por eso tal vez llamó su atención, además del interés que manifestaba en el desarrollo del propio acto.

Al término de la reunión se realizó un brindis. Lo vio parado frente a ella, ambos con una copa en la mano. El empezó a hablar pero sus palabras brotaban veloces empujándose entre sí, sin respiro. Desfilaron así atropelladamente su historia provinciana, persecuciones políticas y militares, eventos familiares desafortunados. De pronto ella sintió que su persona se desgajaba en dos. Una Luisa que intentaba seguir el hilo errático de esa conversación y otra, que desprendida de su propio cuerpo, retrocedía hasta sentarse en un sillón y seguir desde allí el encuentro como espectadora, como si estuviese atrapada en un juego de espejos que distorsionaban su imagen.

Miguel seguía hablándole de temas varios, entrelazados y separados simultáneamente. La primera Luisa vio desde su ubicación privilegiada como la segunda no atinaba a zafar de la situación hasta que él, en medio de uno de sus gestos estentóreos, derramó vino, el vino tinto que estaba bebiendo, sobre su propia camisa. Dijo un leve ¡ay! como un lamento pero siguió su parloteo. Ella empezó a temer: “ahora me va a pedir el teléfono, el mail, algo” y empezó a elucubrar excusas elegantes para la oportunidad.

Mientras tanto la voz de Miguel seguía, crecía como una planta maligna que se extendía por su cuerpo. Su otro yo, en el sofá, seguía divertido observando la escena. De pronto él, como si considerara ya saciada su propia voracidad verbal, saludó y se marchó tan inesperadamente como había aparecido. Nadie lo conocía.

Las dos Luisas se miraron atónitas, se fundieron en una sola y se marcharon. Por la mañana, al despertar, ella vio con estupor que no estaba sola. Sobre una silla, al lado de la cama, colgaba la camisa, la camisa manchada con vino tinto y a su lado, entre las sábanas, una barba blanca Sólo una barba blanca que rodeaba a una boca que seguía hablando sin detenerse, mientras una extraña enredadera iba cubriendo, poco a poco, el cuerpo femenino.

Mario Capasso. La puntada

Mario Capasso
LA PUNTADA
Justo que la anciana madre de un hijo único se encontraba a un pasito de enhebrar el hilo en la aguja respectiva, le dio una gran puntada en la espalda. Se quedó dura, en una postura por demás estrafalaria, según su propia definición, hecha más bien a los apurones y en medio del dolor que, por momentos, pasaba de punzante a más punzante todavía. Con todo, trató de mantener la calma bajo control. Y entonces pensó entre líneas. Su hijo vendría de visita, eso era una realidad incontrastable, se dijo, así, encorvada hasta un límite por el que ella antes del percance no hubiera apostado, pero también se dijo que él le había prometido llegar en tres o cuatro semanas, todo dependía del trabajo, de la voluntad de los clientes, de los patrones y de su propio estado de ánimo, en una combinación que podía llegar a alcanzar niveles muy azarosos, según le había asegurado en un tono algo misterioso que la sumió en una perplejidad que, a lo mejor, ahora había derivado en esa puntada de porquería que no la dejaba enderezarse como la gente. Él anda siempre con una valija a cuestas, ofrece a las personas objetos que ella ignora, rememoró la anciana madre del ausente. Siempre quiso preguntarle y por una cosa o por otra, al final no lo hizo. Ojalá el hijo dedique sus afanes a vender alguna pomada de buena calidad, que no resulte fría cuando se la haga pasar y que sirva para eliminarle o al menos calmarle los dolores agudos que ahora siente en la espalda, y que cuando él llegue no resulte estar vencida, ni la pomada ni ella, una u otra posibilidad sería el colmo de males más exasperante de su vida, se dijo la madre, a cada instante más anciana, casi sin fuerzas para gritar, bien quietita ahí.

El funámbulo

El pájaro que vuela entre las nubes, camina. El hombre que camina entre las nubes, vuela. El viento y la gravedad forman el sendero invisible que permite atravesar el precipicio. Los músculos son un juego de cartas afiladas que adivinan el paso cierto, el futuro inmediato. Por ahora el cuerpo se prolonga en la cuerda que lo sostiene. Cuando llegue al otro lado, el hombre sonreirá, primero como pájaro, después como hombre. Su sonrisa de pájaro dirá: no es nada, no hice nada. Su sonrisa de hombre se asomará orgullosa al vértigo de la proeza. ¿Llegará? Un pájaro camina sobre el asfalto: juega a saltar como si no tuviera alas. No sabe por qué todos miran hacia arriba. Después, se cansa: vuelve a ser un pájaro que camina entre las nubes. El funámbulo le guiña su ojo atávico, mitad halcón, mitad pez; y su pie se despega de la soga para dar otro paso en el aire… Está a cien metros de altura, justo en el medio de su travesía. La cuerda se prolonga en el cuerpo que la sostiene, respiran juntos, vibran juntos, avanzan sobre una ciudad sin nombre. Cada paso es el último y el primero.

La pistolera. Del libro Veranos Turbulentos. Segundo PremioConcurso de Cuentos Victoria Ocampo, 2003

Ese mismo día, crecí. Después del incendio. Y las cosas nunca más fueron las mismas. Los lobos que se escondían en el bosque de eucaliptos y aparecían en las noches sin lunas, las brujas que espiaban entre el trigo y la maleza, los girasoles con sus cabezas tan respingadas durante el día y doblados y oscuros cuando el sol se escapaba, allá donde la vista ni alcanza porque nunca se termina la estancia de esa gente muy rica a la que nunca vemos, pero nos cuenta la abuela, todo eso y en especial la pistolera, nunca más fueron los mismos.
Era lo que más me gustaba de los veranos. Cuando nos quedábamos solos, con mis hermanos, los primos y algún amigo y nos perdíamos por esos lugares en los que todo era verde y amarillo y no había ni caminos. Entonces vivíamos muy lejos, en otro país, y hablábamos diferente porque hacía mucho tiempo que vivíamos en ese lugar donde casi siempre hacía calor y era verano. Los primos y los amigos se reían, y a mí no me gustaba, y mis hermanos, que son más grandes, me decían que para qué les hacía caso, total, era divertido hablar distinto y que no nos entendieran, y los miraban a los demás con aire de suficiencia, eso decían los primos cuando nos peleábamos, de dónde sacan esos airecitos ustedes, tan suficientes, tan insoportables. Pero ellos en cambio casi siempre ganaban la guerra, cuando los abuelos ya dormían y cerrábamos las puertas y todo volaba, no solo las almohadas volaban, zapatillas, zapatos, pelotas, lo que hubiera a mano. Me gustaban esos veranos llenos de gente a los que veíamos solo una vez al año. Donde vivíamos no había el bosque de eucaliptos, con los árboles tan altos que parecían tocar el cielo y cuando venía el viento más fuerte, desde el mar, se doblaban enteros y aullaban. Eso les decía a mis hermanos, que son más grandes, y se reían porque decían que no eran los árboles que aullaban, eran los lobos. No me gusta que se rían de mí, porque estoy seguro, sí eran los árboles. A lo mejor estaban rodeados de lobos, no sé, porque cuando hacían pruebas para ver quién llegaba más cerca del bosque, de noche, ni una luz, ni luna ni estrellas, esas eran las mejores noches para hacer las pruebas, los abuelos salían y era como nuestra fiesta secreta, yo nunca alcancé a llegar. Me devolvía cuando empezaba el trigal y me decían mariquita y esas cosas que me hacían llorar, pero me daba miedo ir más allá, estaba lleno de malezas y espinos y después me amenazaban con la muerte, o el degüello, si les contaba algo a los abuelos, y eso era peor que morirse, por la cara que ponían todos cuando la pistolera nos perseguía con el machete en la mano y nos gritaba, chiquillos de porquería, acérquense no más que los degüello, uno por uno, no me importa cuántos sean.
La casa de los abuelos era blanca, con techo rojo y no tan grande, pero cabíamos todos. Cada pieza tenía muchos camarotes y nos peleábamos por dormir arriba. Siempre ganaban mis hermanos. Me daba mucha rabia y cuando ponía cara de que iba a llorar, me decían, hay que hacerse hombre, nada de mariquitas aquí, y bueno, no me importaba tanto porque sabía que después venía la guerra y los primos iban a ganar. La casa no es como donde vivimos, está sola al lado de un campo de trigo, que es todo amarillo, como mi pelo, eso me gritan cuando pasan llevando las vacas los hijos de la pistolera y también me da rabia y quiero gritarles pero se escapan rápido y después aparece la madre montando el caballo negro que los primos dicen que se lo presta el diablo. Más allá del trigal está el bosque de eucaliptos, y atrás del bosque, la estancia enorme que nunca se acaba con los girasoles. Del otro lado de la casa hay un campo baldío en el que jugamos fútbol, todos, los hombres y las mujeres también, aunque no sé para qué, no sirven, le tienen miedo a la pelota, se le escapan, pero igual corremos y traspiramos y nos reímos mucho, a veces de rabia, a veces de verdad, porque ellas no hacen nada. Eso cuando está todo bien y no se arman líos porque a los primos les gusta ganar siempre. Al frente, escondida por las malezas altas, apenas se divisa el techo de la casa de la pistolera, que no es rojo como el de mi abuela. La llaman así, con ese nombre, porque dicen que es muy mala. Yo nunca le vi pistolas, pero sí el machete. Ella tiene los cuatro hijos que me gritan lo del pelo amarillo y muchos chanchos que huelen mal, lo sentimos desde la casa de la abuela, y se pone peor cuando sopla el viento desde la playa. También tiene cuatro vacas y desde el último verano, después de que llovió tanto que la abuela dijo que casi nos ahogamos y vino la inundación por todos lados, la pistolera tiene unos patos que nadan en el laguito que se hizo donde había como un camino de tierra que bajaba entre los pastizales. Más allá de la casa de la pistolera, que siempre anda en ese caballo negro y enorme, mucho más allá, está el mar. No se ve desde aquí, pero uno sabe porque cuando viene el viento trae un olor salado que se pega en todo. Cuando los días están lindos vamos con mis hermanos y los primos hasta la playa, que tiene gaviotas. No me gusta mucho la playa, está llena de gente y la arena me pica. Yo quiero ir de noche, pero nunca me dejan. Lo que más me gusta es el cielo de la playa y de la casa de la abuela, lleno de estrellas, cerquita de la cabeza, cuando no hay nubes. También me gusta cuando sale la luna encima del mar y alumbra con esa luz fría y se columpia en las olas, sube y baja, y seguro que la da cosquillas en la panza, como a mí cuando venimos en el avión y sube y baja, me gusta venir en el avión y entrar por las nubes que parecen algodones blanditos y salimos cerca del sol que brilla tanto que no puedo ver nada y más me gusta cuando es de noche y tengo las estrellas a mi lado, en la ventana, y el avión da vueltas y hunde en el cielo un ala, y partimos las nubes, y después todo se pone feo y negro cuando empezamos a aterrizar. Me gustan los aviones y el cielo.
En las noches, a veces sueño con la pistolera que se acerca al galope en su caballo y no hay nada más, ni playa, ni casa, ni cielo, solo están el caballo y la pistolera ocupando todo, el trigal y la arena están oscuros y llenos de fantasmas. Y a veces son los lobos que aparecen en mi sueño en las noches sin luna, entre los árboles que aúllan, cuando las sombras se esconden más allá del trigal, más allá de los girasoles que ahora están cerrados, verdes y oscuros, el botón amarillonaranja del medio también está escondido y me asusto y despierto traspirando y ahí están mis hermanos, me miran y mejor no les cuento nada porque van a volver a decirme mariquita, hay que hacerse hombre, carajo.
Eso me dicen también cuando corremos hasta el laguito de los patos y vamos con palos y les tiramos piedras y viene la pistolera con los cuatro hijos, que no es una pistolera de verdad, es una bruja, eso dicen los primos, que en vez de tener una escoba para volar como en los cuentos tontos que nos contaban, tiene un caballo negro y un machete enorme para cortarle el cuello a los niños, los buenos y los malos, no le importa. Y aunque mis primos y mis hermanos son grandes, igual salimos todos corriendo.
Pero este verano fue el incendio. Hacía un calor que derretía los techos, eso decía mi abuela y nos mandó a todos a la playa. Pero era igual, el aire caliente, la arena imposible de pisar, moscas y mosquitos que se metían por la boca y la nariz, entrábamos al agua y al salir parecía que nos secaba el viento caliente del África, eso decían mis hermanos y no querían jugar a nada y yo me aburría y la arena me picaba más que nunca. Hasta que nos avisaron que fuéramos rápido hasta la casa. Nunca había visto algo así. Tampoco mis hermanos. Ni los primos. Ya desde lejos se sentía el ruido. Como lobos devorando. Crujía el trigal. Los árboles tronaban. El olor era sofocante. El humo negro se extendía casi hasta la misma playa. Las llamas naranjas y rojas avanzaban, como un ejército en combate, disparando para todos lados, cada vez más rápido. Se iban arrastrando entre el trigo, seguían por el bosque, dios, era insoportable el ruido, el ruido, y otra vez el ruido, como si los eucaliptos se quejaran, o a lo mejor eran los fantasmas que gritaban. El humo negro subía por el cielo como nubes de tela gruesa. El día se hizo noche. El calor era irrespirable. En donde había una llave de agua nos pusimos todos con los baldes que repartía la abuela. En fila, los pasábamos, cada vez más rápido. Era inútil, el fuego nos ganaba. Los bomberos no llegaban y estábamos rodeados. Entonces la abuela, desesperada, gritó entren rápido y saquen lo que puedan, lo más importante, y yo corrí hasta mi pieza y saqué la pelota y casi me asfixio. Después vinieron otros hombres con palas y ramas. Hay que pegarle al fuego para que no avance, gritaban. El calor se ponía peor, todo era rojo, el aire debajo de la tela negra, los árboles encendidos, la cara de mis hermanos, las manos bajo el tizne negro. Y desde los árboles venían más truenos. O gemidos, no sabíamos. Todos empezaron a decir que había sido la pistolera, de puro mala, con esos hijos gritones y los animales. Que alguno había encendido la mecha. Otros decían que era ese calor del infierno. Ni una nube, nada de lluvia, lejos la tormenta. Que así el pasto se incendia solo. Todo a la vuelta y más allá de donde alcanzaba la vista era una sola llamarada. Hasta que cambió el viento y nos salvó una parte de la casa. El incendio siguió otro camino, devorando. Duró varios días. Los bomberos despejaron carros y carros de agua. Hombres con mantas y machetes guerreaban como podían entre las llamas. Lo peor era cuando se acababa el día. Quedaban los carbones encendidos y venía de nuevo el viento que podía dispararse para cualquier lado y todo empezaba. Esas noches estuvimos haciendo guardia, cada hora cambiábamos el turno. Primero no querían dejarme, pero las horas y los días pasaban y todos los ojos eran necesarios. No hice guardia solo, me acompañó uno de mis hermanos. Por fin descansamos cuando no quedó ni un solo tronco encendido. Entonces miramos. No había ni trigo, ni bosque, ni girasoles. Tampoco había lobos. O habían huido. Una parte de la casa de la abuela hubo que clausurarla. Los primos con los amigos se volvieron a sus casas. La abuela estaba triste y asustada. A la pistolera se le murieron varios animales. Los hijos no gritaban. El pasto y la maleza alta que antes escondía la casa ya no estaba. Y entonces la vimos. Se había bajado del caballo y era bajita, casi de mi porte. Recorría con el machete los pastos quemados. La casa era apenas un rancho con puertas y ventanas de cartones que se habían quemado. Los cuatro hijos ahora lloraban. La vimos sentarse en medio de la destrucción. El incendio había dejado todo a la vista. La cabeza baja, como derrotada. Por un momento. Luego se subió al caballo, tomó el machete como si fuera bandera, y al galope por los campos, iba gritando, al diablo carajo, no va a ser un incendio de mierda el que me voltee, sola como las ratas he criado estos hijos, no va a ser un incendio de mierda el que destruya a la pistolera, gritaba al galope endemoniado del caballo, enorme otra vez, como una sombra que crecía entre las sombras que se habían salvado, y ninguno de nosotros nos atrevimos a pronunciar ni una sola palabra.