Del libro sagrado al desechable. Artículo La Nación
¿En qué se parecen la Anses, la Asociación de Alcohólicos Anónimos y el Club Atlético Huracán? Si después de pensarlo un rato no se les ocurre la respuesta, prueben con este otro acertijo que es más fácil y cuya solución es igual a la anterior: ¿qué tienen en común el Correo Argentino, el Ministerio de Ciencia y Tecnología, la Academia Nacional de Tango y la Casa del Islam? La respuesta está ahí no más, muy cerca de Plaza Italia: ¡todos son expositores con stand en la Feria del Libro!
Por supuesto, en «la feria más concurrida del mundo de habla hispana», según reza uno de sus eslóganes, también están presentes con stand propio la Academia Nacional de Letras, la de Bellas Artes, la de Ciencias Físicas y Naturales, el Consejo Espiritista Internacional, la AMIA, la Asociación Budista Argentina, la Asociación de Combatientes de Malvinas, la Casa de Catamarca, el Centro Armenio, Compumundo y otros ochocientos y pico de expositores de naturaleza de lo más diversa, cuyos nombres empiezan con todas las letras del alfabeto y no sólo con «a» y «c», como los mencionados más arriba.
En nuestro planeta se publica un libro cada treinta segundos. Esto significa que aun cuando alguien se propusiera la descomunal tarea de leer un libro diario, estaría dejando de leer casi tres mil libros publicados ese mismo día, lo cual al cabo de un año significaría que no leyó un millón quinientos mil libros. Semejante sobrepoblación es posible porque desde que se inventó la imprenta, hace ya casi 600 años, cada vez resulta más fácil y más económico publicar. Antes de Gutenberg, hacer un libro demoraba, como mínimo, dos o tres años. Los libros se copiaban a mano en los scriptorium de los monasterios, donde un grupo de calígrafos, copistas, correctores e ilustradores trabajaban, día tras día, preparando los pergaminos y las tintas, trazando líneas en las páginas, dibujando cada letra con una meticulosidad hoy insospechada. En aquel entonces, un monasterio pequeño podía considerarse afortunado si llegaba a tener dos docenas de libros, pues las colecciones más ambiciosas apenas rondaban los quinientos. Los libros eran un bien caro y escaso y, en su mayoría, eran textos sagrados o comentarios sobre esos textos. Quizás ahí se origine la idea, aun común en nuestros días, de que publicar equivale a haber ganado una dosis de inmortalidad.
La invención de la imprenta trastocó ese orden de cosas: no sólo cambió la manera en que se producían los libros, sino que convirtió el conocimiento en un bien al alcance de todos, revolucionando el ámbito de la cultura, las ciencias, la política y la economía. Los números son elocuentes: a mediados del siglo XV, cuando se imprimieron los primeros libros, se publicaban un par de centenares de títulos al año, en ediciones que no superaban los mil ejemplares; cien años después, la cifra se había multiplicado por cuatro (en 1650 se publicaban unos 2000 títulos al año); dos siglos después, la cifra se había multiplicado por 25 (50.000 títulos en 1850). Desde entonces, el número de libros publicados ha seguido creciendo exponencialmente no sólo en términos absolutos, sino también -y esto es lo más sorprendente- con relación a la población mundial. Todo esto lo expone el poeta y ensayista mexicano Gabriel Zaid en su obra Los demasiados libros .
A principios del siglo XXI, nuestra grafomanía universal produce más de un millón de títulos al año. En su mayoría, se trata de libros que jamás serán reeditados ni traducidos y que se exponen -si sus autores tienen suerte- quince días en las mesas de las librerías y que después pasan de moda como una exhalación, hasta que al cabo de cinco o seis años las editoriales venden como pulpa para papel el remanente de ejemplares que nunca vendieron. Ni Orwell ni Huxley imaginaron algo así: la destrucción masiva de libros, no porque digan algo incómodo, como en Fahrenheit 451 , sino porque el lugar que ocupan es demasiado costoso. Pero ¿qué otra cosa pueden hacer las casas editoras si en los últimos años el número de libros crece dos veces más rápido que el de habitantes? A veces, da la impresión de que hay más gente escribiendo que leyendo. Más escritores que lectores. Todos queremos ser leídos, pero todos tenemos muy poco tiempo disponible para leer.
Los puristas literarios y los misántropos desprecian la Feria del Libro. Afirman que predomina el aspecto comercial, que hay mucha gente y demasiado ruido, que hay los mismos libros que en las librerías, que los vendedores no son libreros, que lo que hay de saldo es peor que lo que se ve en la avenida Corrientes. Conozco escritores que sólo van si son la estrella del momento, si tienen que presentar un libro propio o dar una clase magistral. Cuando salen de la Feria tienen el rostro desencajado, como si a duras penas hubieran escapado del infierno. En el otro extremo está la gente común que va por curiosidad o porque sabe que se la considera una de las mejores ferias de América latina, y paga con gusto 20 pesos para entrar en un predio en el que los libros cuestan exactamente lo mismo que en las librerías, pero que ofrece una cantidad de beneficios adicionales como charlas, presentaciones, preestrenos de películas, fotos con superhéroes, espectáculos teatrales y shows de payasos y malabaristas.
A quienes desprecian la Feria del Libro por su aspecto comercial conviene recordarles que desde su origen, en la Edad Media, las ferias fueron mercados temporales creados, precisamente, para exhibir y vender mercancías. El comercio es la razón de ser de toda feria, y si la Feria del Libro de Buenos Aires brinda, además, salas en las que se realizan mesas redondas, conferencias y talleres, deben apreciarse estos eventos como agregados que intentan darle mayor prestigio entre los escritores y el público realmente lector. Sin embargo, puesto que por definición el objetivo de una feria es vender, es inevitable que en los pabellones no predomine la literatura seria y de gran calidad, sino las novedades editoriales, esas que van rotando cada quince días en las vidrieras, esas que dentro de un año habrán sido olvidadas, y dentro de cinco, recicladas para hacer papel para otros libros, que, a su vez, serán de nuevo reciclados.
La Feria del Libro no es una feria de literatura. Por el contrario, quizá convenga analizarla más bien como una exhibición universal del estado de la cultura, o de la palabra escrita, en nuestro tiempo. Y puesto que vivimos en una época en la que prima el consumo fácil, una época altamente politizada en la que también los libros se han convertido en mercancía y objetos de consumo, es lógico que mientras recorremos kilómetros y kilómetros de pabellones de la Feria, la literatura destaque infinitamente menos que los libros de política, cocina, turismo, autoayuda, bonsáis saludables, abdominales de lujo, razas de perros para personas hipoacúsicas, instrucciones para enseñar a leer a bebes recién nacidos, para dejar de estar sólo a los 50 o para aprender chino mandarín en 24 ¡sencillísimas! lecciones. De más está decir que, al ser espejo de la sociedad, en la Feria hay muchísimos estantes repletos de novelas de Florencia Bonelli y John Grisham, mientras que quien entre buscando un libro de Abelardo Castillo o Jonathan Franzen debe armarse de paciencia.
Escapar de este estado de cosas es, quizás, imposible. Criticarlo parece sencillo en apariencia, pero hacerlo con profundidad resulta bastante más difícil, pues al criticar la industria de la cultura y el arte masivo puede caerse en la trampa de defender una cultura elitista o un arte cuya única función sea trascendente. Paradójicamente, hablar de esto con la profundidad que se merece es algo que la buena literatura suele hacer, justamente porque la buena literatura busca tocar lo que está más allá de la superficie: ese interior profundo que se encuentra por debajo, precisamente, de una sociedad en la que el arte se ha convertido en mercancía. Eso es lo que hacen novelistas como Franzen, Don De Lillo y Philip Roth cuando crean novelas en las que los destinos individuales se ven tocados o moldeados por la política y la historia.
Las obras de buena literatura son mucho más que una moda. Son comentario y crítica social profunda, en vez de arengas políticas simplificadas y reduccionistas. Son un intento de comunicar las verdades individuales y colectivas más incómodas, más dolorosas, más difíciles. En ese sentido, la buena literatura seguirá siendo sagrada. En el sentido de que esos libros tratan de decir lo que difícilmente puede ser dicho; lo que no se comunica con un simple eslogan, lo que no es blanco ni negro, derecha ni izquierda. Lo que necesita de la cadencia de un poema o de la historia de toda una vida para poder arañar más allá de la superficie hasta tocar un fondo de verdad.
La humanidad hoy escribe más de lo que puede leer. En economía eso se llama sobreoferta. Hay tantos libros que se los valora menos. Hay tantos libros que son casi desechables. Hay tantos libros que bucear entre ellos hasta encontrar uno que perdure es cada vez más difícil.
Sin embargo, eso no significa que no existan, que hoy no se estén escribiendo los clásicos de mañana ni que ya no haya autores que aspiren a hacer gran literatura y cuyos textos sean sagrados para un pequeño grupo de lectores. Esos son los libros a los que volvemos una y otra vez: los clásicos y los contemporáneos escritos en esa misma tradición. Esos son los libros que se leen en silencio, en solitaria quietud. Esos son los libros que nos cambian y nos conmueven, como nunca hará ninguna feria, por buena que sea.