Octubre 2012
Una evaluación de los diferentes gobiernos que administraron el país en el curso de las últimas décadas nos dice que la violencia, la hiperinflación, la convertibilidad, la privatización del estado, el ajuste ortodoxo, la crisis social extrema, una salvaje y regresiva devaluación, y finalmente, un collage de políticas reales y virtuales, voluntaristas, improvisadas y contradictorias fueron las estelas que dejaron en el curso de los últimos 50 años en cuanto el país acentuaba su involución y la sociedad penetraba en conos de sombra que apagaban su futuro. Surgen dos observaciones:
•todos los Presidentes que administraron el país tuvieron el mismo final: dejaron sus gobiernos en cuanto el país real experimentaba el agravamiento de los indicadores de desempleo, pobreza, inflación, endeudamiento y violencia social.
•todos fracasaron por la reiteración de la misma causa: ninguno de los gobiernos referidos aplicó los programas de ajuste sobre las fortunas situadas en las alturas de la pirámide social. Tampoco se empeñaron en racionalizar el gasto público, ampliar la capacidad operativa de las instituciones y recomponer los equilibrios macroeconómicos que la gobernabilidad del sistema requería. Todos mantuvieron la cultura del endeudamiento crónico y ajustaron hacia abajo presionando sobre las últimas defensas de la sociedad hasta inducir su reacción desesperada. La experiencia referida no fue exclusividad de los últimos gobiernos civiles. Desde mitad del siglo XIX, con muy pocas excepciones, Argentina reprodujo la misma mecánica de ajuste en la dinámica de las relaciones sociales para forzar gobernabilidad.
El plexo axiológico del Poder Conservador en el seno de un mundo sustentado en el liberalismo, dio contenido y forma a la Matriz Original de Poder que impulsó el nacimiento de Argentina como nación independiente. Con el tiempo, cristalizó los genes de una Cultura del Poder que históricamente mantuvo su hegemonía sobre las conductas de gobiernos y sociedad. Aquella Cultura, cual fortaleza blindada, cerró a las grandes mayorías las puertas de acceso al Poder y permaneció como defensa del orden establecido al interior de las estructuras y superestructura de la sociedad argentina. Su rol esencial fue seleccionar e imponer la Elite Dirigente y condicionar su acción para preservar y acrecentar, dentro del sistema social imperante, los históricos privilegios de la clase social dominante. La Constitución de 1853 fue su espejo.
Entre 1860 y 1930, mientras el comercio mundial fue altamente demandante de la producción pampeana, el país tuvo progreso económico y avance social. En todo este período, los gobiernos recurrieron al financiamiento externo para compensar desequilibrios en la macroeconomía, modernizar Buenos Aires y ampliar la infraestructura física necesaria al crecimiento de la producción destinada básicamente al comercio exterior, a sabiendas que su reembolso – aunque no sus beneficios – recaería sobre las espaldas de la población de todo el país y, en particular, sobre sus grandes mayorías sociales. En los estudios Póstumos de Alberdi ya se denuncia aquella actitud.
A partir de la crisis del capitalismo en la década de los 30, el mundo comprimió y reestructuró los mercados de productos agropecuarios. Argentina fue forzada a reducir la potencia de sus nexos de inserción comercial y, por una pluralidad de conocidas razones, nunca pudo movilizar las energías de su sociedad para diversificar en profundidad su matriz de producción, ganar competitividad en actividades secundarias y terciarias, generar empleos y rentas, elevar la productividad del trabajo para asegurar niveles crecientes de progreso e integración social. Con la excepción de las administraciones conducidas por Perón, Frondizi e Illía, los sucesivos gobiernos administraron los desequilibrios de la economía profundizando el endeudamiento externo y aplicando políticas tributarias y monetarias que afectaron, básicamente, los ingresos y el consumo derivados del trabajo antes que las rentas y ganancias del capital. Esta cultura de endeudamiento crónico e inequidad social predominó hasta el presente y se expresó rígidamente en la configuración que adoptaron las políticas públicas.
Mientras las puertas de la fortaleza del Poder permanezcan cerradas, en la población crecerá la tensión social por entrar, independientemente de quienes sean los gobiernos que administren y cuidan sus entradas. Cual ironía de la historia, debe entenderse que este proceso es inexorable en la medida en que la propia expansión del capitalismo a escala mundial multiplica, en todos los rincones del mundo, las condiciones tecnológicas de información necesarias para impulsar a los pueblos a requerir y exigir mejores condiciones de bienestar. Lo expuesto no es, en consecuencia, un fenómeno exclusivo de la sociedad argentina.
Lo que sí configura una particularidad argentina, a diferencia de lo que ocurre en países vecinos, es que las tensiones sociales crecientes acontecen en un escenario institucional inmutable, históricamente caracterizado por una monopólica configuración del Poder Real anclado en la región central del país, en la Presidencia de la República y en los centros dominantes del capitalismo mundial. Por tales singularidades el Poder y sus gobiernos de representación no tuvieron que compartirlo ni negociarlo con otras regiones, sectores sociales ni grupos económicos del interior del país. De hecho, la región central siempre generó el mayor excedente de la producción, las rentas de las aduanas, la mayor concentración demográfica, los votos y la cantera electoral de la representación parlamentaria transformando al Federalismo en una raquítica y formal parodia institucional. El carácter menos autoritario y más democrático bajo el cual se ejerce el Poder de los gobiernos en países como Chile y Brasil fue consecuencia de la mayor porosidad de su Poder central, determinado por la geografía y por la histórica necesidad de compartirlo con otras regiones y sectores económicos dentro de sus respectivos países.
A lo largo de nuestra historia, el Poder Conservador, para preservar sus intereses materiales, cristalizó una Cultura del Poder que influyó y condicionó directamente la acción de los gobiernos. Pero también afectó las conductas de la sociedad argentina. Los genes de aquella Cultura, insertos en las raíces culturales que dieron origen al ser nacional, permanecieron activos hasta los días de hoy y se reprodujeron en el tiempo por medio de las Elites Políticas Dirigentes que imprimieron en la praxis de las instituciones un estilo autoritario de gobernar, con tendencias al despotismo, absolutismo, verticalismo, nepotismo y centralismo. Antes que el conocimiento, la moral y el riguroso respeto a la Constitución, la mentira y la corrupción integraron, en amplios tramos de nuestra historia, el método instituido para administrar la cosa pública. Tamañas deformaciones aparecieron independientemente del carácter militar o civil, radical o peronista de los diferentes gobiernos argentinos.
Aquella Cultura del Poder, al condicionar en su propio beneficio la acción de los gobiernos, proyectó imágenes negativas sobre la moral pública que influyeron en la conducta de la sociedad inoculándole los genes de la desconfianza y del escepticismo sobre toda acción oficial. Por tales resultados, Argentina cristalizó una singular realidad institucional en la que sus gobiernos permanecieron aislados y carentes de todo sustento social transformándolos en presa fácil de los intereses y voluntad del Poder Conservador. Por tales circunstancias, la sociedad terminó concentrando sus energías hacia adentro de si misma para potenciar las virtudes del individualismo extremo. Consecuencias positivas y negativas resultaron de tal comportamiento:
Lo positivo se configuró cuando, a sabiendas de que ninguna ayuda relevante podría esperarse del gobierno, muchos argentinos, en base a un enorme esfuerzo individual, potenciaron sus talentos en los mundos de las ciencias, de las profesiones, de los oficios, de las artes, de la cultura, de los deportes, logrando resultados destacados que merecieron amplio reconocimiento internacional. Lo negativo surgió cuando el excesivo individualismo terminó diezmando los afanes de participación social y limitando la maduración de sentimientos colectivos. Tales circunstancias explican las extremas dificultades que la sociedad argentina encuentra para aunar sus energías a fin de impulsar la construcción de un Proyecto común de nación.
En sincronía con la intensa globalización del capitalismo durante el último cuarto del siglo XX, Argentina asistió a la formación de Gobiernos propensos a transformar sus roles de representación como Poder Formal con la finalidad de asumir nuevas funciones como Poder Real ganando autonomía decisoria en directo beneficio grupal, partidario o personal. En el ejercicio de sus nuevos roles, desmantelaron el poder militar, debilitaron las instituciones republicanas de control para ampliar su espacio de discrecionalidad, pactaron la privatización de sectores importantes de la economía nacional, persistieron en la práctica de atomizar dentro del país el Poder Social emergente dificultando su cristalización y desplegaron conductas ajenas a la norma constitucional y a los compromisos asumidos ante la propia ciudadanía
El análisis precedente revela una realidad sin teoría y un país sin destino pues la separación entre gobierno y sociedad fue el escenario de una dolorosa involución y refiere la inexistencia de un Poder Social organizado, único Factor dotado de la legitimidad y potencialidad necesaria para limitar, armonizar y reorientar la acción de los gobiernos y de todos los intereses sectoriales hacia la reconstrucción de un país en progreso y equidad para todos. Si como sociedad no logramos organizar y movilizar una porción significativa de Poder Social para transformarlo también en Poder Real, el país no podrá procesar el recambio medular de su Elite Política Dirigente, condición esencial para impulsar políticas públicas en aras de su desarrollo integral. Jubileo o Réquiem serán los himnos posibles del próximo futuro. Ojalá podamos entendernos a tiempo.