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El cerco

Teófilo. Cuando pienso en su nombre lo veo parado como un brotecito en la vereda, de esos que tienen un cerco para que la gente no los pise, un cerco pequeño que también hace de límite, para guiarlo y contenerlo. Una ramita débil y oscura, un palito bastante sucio, con la piel grasienta y la barba incipiente, los labios finos por los que siempre asomaba un cigarro y los dientes amarillos. Era un hecho que nunca se bañaba. Mi madre trató de convencerlo de que se duchara una vez por semana. Le dijo, “tío padrino, ahora que yo voy a vivir en la casa, lo voy a dejar que entre a visitarme, siempre que se haya aseado primero”. Y ella quería creer que el tío se bañaría, quería dejarlo entrar a su casa y sentarlo a la mesa. Pero el abuelo Francisco, que lo espiaba por un hueco que tenía la ducha del fondo, sabía que no era cierto: sólo se mojaba un poco, sin jabón y se secaba con una toalla sucia.
Olía mal, aunque desde su cerco, nunca se aproximaba lo suficiente a la gente como para percibirlo. Mi recuerdo es haberlo visto de lejos, una tarde de mucho sol, su silueta finita y oscura contra la pared blanca, a unos metros de la puerta.
Había nacido en Villarramiel, España, en un pueblo de curtiembres que sí olía mal desde lejos. Una vez que llegabas se te acostumbraba el olfato y no tenías desagrado alguno. A los dieciocho Teófilo ya se había enamorado, pero la novia se le murió de repente, cuando ya estaba cosido, impecable, su vestido para el matrimonio.
Después de eso ningún lugar fue jamás el suyo. Le gustaba bailar en los casamientos de otros. Decía la gente, pobre Teófilo, como no tuvo su ceremonia, no se quiere perder una sola fiesta en el pueblo…hasta que un día lo descubrieron. Primero fueron rumores y la rueda de invitados que se agujereaba a su paso. Luego se supo: Teófilo aprovechaba el entrevero del baile y se fregaba contra la falda de las señoritas. Nunca más lo dejaron entrar. Se quedó sin mujer y sin celebraciones, solo para el resto de su vida. Y se vino a la Argentina siguiendo a su hermano Francisco.

Quizás por eso no se bañaba, allí en su cerco; así podía oler fuerte y rancio como su pueblo y recordar a la novia en su vestido blanco.