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El gato de Josefina

A Negrovení, gato de América.

Josefina se sorbió los mocos por enésima vez. El pañuelo, hecho un bollo mojado y pegajoso, ya no le servía para descargar su nariz. Estaba sobre el piso, al costado de la cama. Las lágrimas no corrían ahora. Sólo ese flujo y reflujo de gelatina acuosa que le hacía mantener la boca abierta y le secaba la garganta.
De tanto en tanto el gato llegaba hasta la puerta del cuarto, miraba distraídamente y desaparecía. Josefina también lo miraba, como una imagen algo desdibujada, por la película húmeda que cubría sus ojos. Algunos sollozos sacudían el pecho de la niña; pero cada vez eran más espaciados. La respiración comenzó a ser rítmica después que Josefina descubrió que cuando aparecía un globito en alguna de sus fosas nasales podía reventarlo sin ruido tocándolo con la punta de un dedo y llevar esa materia casi líquida hasta sus labios hinchados.
Finalmente, el pulgar de su mano derecha quedó alojado entre su lengua y su paladar y la succión comenzó, lentamente, a permitir que la saliva suavizara el interior de su boca. Apoyó la otra mano sobre la almohada, la deslizó bajo su nuca, cerró el puño y apretándolo y aflojándolo al unísono de los movimientos de succión, obtuvo un efecto hamaca que le permitió entornar los párpados primero y dejarlos cerrados después, para llamar al sueño.
Entonces volvió el gato. Esta vez traspuso la puerta, saltó sobre la cama a los pies de Josefina, caminó por el borde del acolchado rojo, se estiró y comenzó a limpiarle la cara de las mucosidades casi endurecidas, usando su corta lengua rosada a manera de esponja. Después de lamer la mitad derecha de la cara de la niña se chupó los labios y refregó largamente sus bigotes con sus manos de felpa y paño. Saltó por sobre el cuerpo de Josefina, sin tocarla y completó su trabajo de limpieza en la otra parte de la cara. Ahora la niña dormía tranquila.
El gato, entonces, buscó el pañuelo ovillado y fue llevándolo en una especie de danza juego hasta la cocina. Allí lo tomó entre sus patas delanteras y lo arrojó en el balde con agua jabonosa. Volvió a la pieza de Josefina y se acomodó a los pies de la cama. Ronroneó un poco, se ovilló y quedó inmóvil pero atento. Pasaron varias horas.
Cuando la abuela de Josefina llegó al departamento comenzaba el amanecer. Ella venía con los ojos enrojecidos de sueño después de sus diez horas de trabajo como mucama en la clínica. Sin hacer ruido miró a Josefina dormida, se regocijó sintiendo ya el calor de la cama que pronto ella ocuparía, entró en la cocina, retiró el pañuelo que antes de salir había dejado remojándose dentro del balde, lo enjuagó en la pileta y lo colgó en una soguita que había cerca de la ventana. Escurrió el agua del balde en la rejilla del patio, encendió la hornalla y preparó el desayuno para las dos. Después llamó a Josefina.
Mientras tomaban la leche, la abuela preguntó:
– ¿Cómo dormiste hoy, Jose?
– Bien, bien. Ya no me da miedo quedarme sola.
Y la abuela:
– Al entrar por el pasillo salía disparando un gato blanco. Dicen que trae suerte.
– No, abuela, no – dijo Josefina – es color canela.