Stratford – Upon – Avon
Salimos de los fantasmales castillos escoceses y de sus monstruos marinos, pero el Castillo de Cawdor pareció guiar nuestros pasos: llegamos a ese pueblito de largo nombre, pequeño y encantador, Stratford – Upon – Avon , lugar donde nació William Shakespeare,en 1564, en la calle Henley Street, en el centro mismo de la ciudad. Ese lugar visitado desde hace 250 años por toda clase de gente y también escritores afamados que han dejado su firma, como John Keats, en 1817, Sir Walter Scott, en 1821, Thomas Carlyle en 1824, Charles Dickens, en 1838, Herman Melville, en 1857 y Mark Twain, en 1873. Aunque Shakespeare hizo su carrera en Londres, fue aquí, en Strafford – Upon – Avon donde se formó y construyó su vida. Aquí fue a la escuela, a la iglesia, encontró a su mujer, es donde primero se vieron sus obras y en donde vio crecer a sus hijos. Acá es donde se retiró y finalmente murió.
Es otoño y hay flores de todos colores en las calles empedradas. Mucha gente que camina tranquila, como emulando otra época. Y las casas, exactamente como eran en el siglo 16, lucen su pintura blanca y las maderas de roble formando cuadros en las paredes. Podemos sentir el ruido de los carruajes de entonces, las voces de Romeo y Julieta asomando por los balcones que acá no existen, sólo en Verona; porque siempre es la representación y la vida. Los fantasmas salidos de castillos lejanos; las brujas del bosque; la trasgresión y la duda, tan humanas, Hamlet confundido y confundiéndonos desde su castillo de Dinamarca; la tempestad azotando desde Italia; payasos y hadas danzando en el sueño de una noche de verano. Todos están de algún modo contendidos en ese libro enorme, testigo y guardián de la letra de Shakespeare, de su inspiración, de sus ideas; historias y leyendas con las que construyó su universo único e imperecedero; ese libro que ahora se yergue frente a nosotros en su urna de vidrio nos admira y nos conmueve, ¡tanto genio, tanta creación entre sus páginas!
Nos inclinamos, agradeciendo el momento, el viaje.
Mireya Keller. Septiembre, 2005
Comenzar un itinerario no parece tarea fácil. ¿Por dónde es la mejor manera de hacerlo? Desisto de la razón y elijo el azar: un marcador de libros, de cuero rojo con el grabado del Castillo de Cawdor me retrotrae a ese tiempo y esa imagen. Los castillos de Escocia inducen al misterio y si están en medio de las Highlands, las tierras altas del Norte, con el aire frío y la soledad ululando entre las montañas, el misterio se agiganta.
Venimos recorriendo minuciosamente las zigzagueantes riberas del Lago Ness con su leyenda legendaria y al mismo tiempo actual y presente – para nuestro asombro – en cada curva del lago, en los pueblitos encantadores que se yerguen a los pies de las montañas. Hasta que por fin vislumbramos a lo lejos, recostada en la desembocadura y abriéndose al mar del Norte, Inverness, la hermosa capital de esta región. Estamos tan lejos de todo, asomados a un mundo que parece haber quedado preso en el medioevo, que de repente es como si nosotros también fuéramos almas perdidas en busca de venganza o de castigo. Eso sentimos cuando al día siguiente iniciamos el camino que recorrieron Macbeth y su séquito. Es otoño y una leve llovizna cubre los campos y el bosque. No hay nadie más. Sólo el aire frío nos rodea. De repente el camino se puebla de árboles y pasamos como adentro de un túnel espeso que al final se abre a un jardín extenso y mullido, y quedamos sin aliento: estamos ante el Castillo de Cawdor, enorme, bello, piedras seculares intactas, las torres apuntando altas al cielo gris, los puentes colgantes. Un castillo de cuentos de hadas, o de brujas. Cuna de la casa de Cawdor desde 1370. Y Lady Macbeth queriendo usurparlo con sus manos ensangrentadas pasea todavía su sombra por el jardín laberíntico que está de espaldas al castillo.
Un escalofrío de miedo y excitación nos recorre. Estamos unidos por los siglos de los siglos. Esperamos encontrarlos el próximo mes en otro camino.