Antipatía
Juan Carlos y Francisco eran condiscípulos desde que habían empezado a concurrir a la escuela de párvulos. Tal como es la naturaleza de todos los niños, los juegos y entretenimientos varían entre las caricias y los empujones, los besos y los manotones, los juegos amistosos y los retozos agresivos, alternativas que se intercambian entre todos los críos de las salitas infantiles.
Con el tiempo y el crecimiento los juegos se van adaptando a las edades, las caricias y las bondades se hacen más zalameras y los choques se tornan más ofensivos Y así fue la historia de Juan Carlos y Francisco quienes litigaban permanentemente por la tenencia de los juguetes y sus cuidadoras debían intervenir con mucha frecuencia para separarlos en las controversias.
Siendo ya jovencitos supieron medir fuerzas a los puñetazos a la salida del Colegio, simplemente como un desafío para saber cuál de ellos era más poderoso, para lograr un liderazgo ante el grupo de alumnos. Y a medida que el tiempo pasaba, la tirria comenzó enfrentarlos en la conquista de las chicas. Cuando Francisco logró conquistar a Anabel, la más bonita de todas, según algunas opiniones, Juan Carlos se sintió desbancado ya que era una de sus elegidas. Por indeciso tal vez, perdió esa oportunidad pero no se arredró e hizo todo lo posible para arrebatarle el trofeo. Recurrió a encuentros fortuitos, llamadas telefónicas melosas, regalos fuera de fecha y atenciones variadas hasta que un día consiguió con ella una cita y por medio de sus amigotes, le pasó el dato a Francisco quien se hizo presente en el lugar del encuentro. Al presenciar el mutis que hacía Juan Carlos con su enamorada –luciendo ambos una gran sonrisa- el suplantado se juró no descansar hasta lograr el correspondiente desagravio.
El tiempo ha hecho olvidar el desquite afrentoso de Francisco y la serie de otros sucesos, no obstante perdura el recuerdo de que Anabel, al día siguiente lo llamó para contarle que su compañero había sido un grosero y que ella había descubierto enseguida las reales intenciones del invitante. Pasado un tiempo el romance con Francisco se reanudó y prosperó en un feliz casamiento.
La vida de Juan Carlos dio un vuelco fundamental con la llegada de su madurez y por esos imponderables que tiene el espíritu del hombre, el de él, fue invadido por una inquebrantable fe religiosa que lo llevó a abrazar con una pasión particular, la carrera sacerdotal, ordenándose antes de cumplir los veinticinco años. Luego de algún tiempo en parroquias pueblerinas y una prolongada misión en África, volvió a su país, donde la política eclesial le facilitó llegar al cargo de Obispo. Los años y la sedentaria vida le cambiaron el aspecto atlético de su juventud, engordando hasta conseguir el abultado vientre que lucen en general los de su jerarquía.
Por su parte Francisco siguió la carrera militar, formando con su esposa y tres hijos, una familia ejemplar. Su dedicación, contracción al régimen castrense y el reconocimiento por parte de la superioridad de sus valores, le llenaron el pecho de la guerrera con condecoraciones y jinetas doradas.
Como los caminos del destino de cada uno siguen rutas distintas e insospechadas y se cruzan caprichosamente, una soleada tarde ambos coincidieron en un poco concurrido andén de ferrocarril, el Obispo vistiendo la sotana púrpura y el capelo y el Coronel con el uniforme verde oliva y su gorra.
Se vieron y se conocieron casi de inmediato. Ambos quedaron expectantes de los movimientos del otro hasta que el más audaz, el Obispo, se dirigió al uniformado y le dijo:
Señor Guarda, ¿podría decirme si de este andén sale el tren de las cuatro y diez?
Una bofetada no hubiera herido tanto al militar, quien –acostumbrado a las acciones peligrosas y comprometidas- respondió de inmediato:
Efectivamente señora, sale de aquí mismo, pero en su avanzado estado de gravidez, no le aconsejaría viajar.
Pasado un momento, ambos echaron a reír y como nunca había sucedido antes, se abrazaron y dieron por finalizada aquella situación de antipatía, que la madurez y los años se habían ocupado de desvanecer.