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Camino al corso

— Hace calor, dijo Santiago.
Fue suficiente. Sus familiares, conociendo la costumbre del hombre, se apresuraron a llevar a la vereda su silla preferida. Y atrás fue Santiago. Cuando se hubo sentado, le trajeron un vaso de cerveza, que depositó lentamente sobre las baldosas. Luego encendió un cigarrillo. A lo lejos los altoparlantes del corso dejaban oír los infaltables temas tropicales y las voces de los animadores ponderando cuanto los rodeaba. Tres cuadras separaban a Santiago del corso pero, tal vez por influencia de la tenue brisa, los sonidos le llegaban bastante claros.
Tomó un sorbo de la cerveza y volvió a colocar el vaso donde lo había dejado antes. Con el rostro inmóvil, dirigido hacia la vereda de enfrente, siguió pitando. Disfrutaba el momento agradeciendo íntimamente que allí no hiciera tanto calor como dentro de la vivienda: Buenos Aires parece arder en las noches de febrero. De vez en cuando recibía algún saludo:
— ¿Disfrutando del fresquito, don Santiago?
— ¡Qué le va a hacer! ¿Va para el corso, vecino?
— Y…vamos a pasar el rato. Más por los chicos, ¿vio?
—…Me imagino. Que lo disfruten.
Prendió otro cigarrillo. Sintió que se acercaban a la esquina unos vehículos grandes, que por el ruido parecían ser camiones. Se detuvieron, y de inmediato se oyeron corridas en la acera, a las que siguieron gritos que demandaban un cierto orden. Luego todo se cubrió con el sonido de tambores y voces animadas en cánticos carnavalescos.
—Al frente los estandartes -escuchó-. Vamos, muchachos. Juancito, delante de todo. Movete hasta que lleguemos, pero no te gastés que todavía tenemos tres cuadras. Allá en el fondo, metanlé.
Cada indicación era precedida por el estridente sonido de un silbato, antesala del silencio y portal de murmullos en cascada. Al rato comenzaron los parches a sonar
siguiendo el compás marcado por el bombo y los platillos. El que parecía dirigir tarareó para indicar el tiempo a la sección rítmica.
— Pomba, pomba, pom, pa-pá pa-pá, pom….
Al frente se puso un bailarín que efectuaba contorsiones más marcadas que el resto. Ese sería Juancito. Detrás de él se encolumnaban dos filas de muchachos vestidos con fraques de arpillera y galeras con espejitos, de las que salían trozos de lana amarilla pretendiendo ser rizos dorados huyendo del encierro. Al bailar daban espasmódicas patadas al vacío y cambiaban de pie. Cada tanto apoyaban en el suelo una mano y, con la galera en la otra, giraban en círculo. Después seguían los estandartes bordados con lentejuelas, que decían: “Murga: Los locos de la otra cuadra”. Estaban sostenidos por caños cromados que permitían agitarlos segura y permanentemente. De cada uno colgaban cintas rojas, verdes y plateadas.
Tras los estandartes, un grupo de chicas con trajes similares a los de sus compañeros, se desplazaban luciendo breves y brillantes polleritas. Tan brillantes como las botas blancas destinadas a durar no más allá del carnaval. Aquí las contorsiones eran tanto más sensuales cuanto más suaves.
Todo pasaba frente a un Santiago, de sonrisa y cigarrillo permanentes. Del grupo se apartó una mujer encaramada en un par de zancos: subió a la vereda cerca del vecino y desde su altura le arrojó un puñado de papel picado. Intuyéndolo, Santiago había vuelto a tomar el vaso al que cubrió con su mano. No obstante, agradeció, y la seudo gigante retornó a las filas.
Detrás de los murguistas con zancos, y precediendo a una dama rotundamente obesa vestida de rojo, sentada en una tarima arrastrada por cuatro payasos, un hombre ataviado de fémina se deshacía en gestos estereotipados. Tenía una peluca de largos cabellos rojizos, los ojos burdamente delineados, los labios pintados bajo unos gruesos bigotes, y el pecho y las extremidades pródigas de hirsuto vello negro. A la gorda le seguían un conjunto de redoblantes y trompetas desafinadas para hacer juego con las percusiones. Predominaban entre los murguistas los silbatos, y había una que otra zambomba.
A los lados de la columna y a espacios regulares, varios malabaristas hacían volar por el aire diversos objetos.
De pronto, desde el lugar en el que se habían detenido los vehículos, apareció corriendo un personaje con su cuerpo pintado de azul, turbante, amplias babuchas y calzado que pretendía ser oriental. Llevaba en sus manos una botella y un hisopo.
— ¡Vos siempre el mismo retardado! Dale, andá a tu lugar.
El aludido fue hasta el frente, mojó el hisopo con el líquido de la botella y pidió fuego a su compañero contorsionista. El requerido sacó una caja de fósforos del bolsillo, encendió la mecha, y el “oriental” comenzó su rutina de lanzar fuego por la boca. Con seguridad lo habían colocado al frente para forzar un pasillo amplio entre el público. También con seguridad desconocerían sus compañeros el remedo de dragón que evocaba.
Con un gesto a los músicos, el director motivó un doble golpe de bombo, que logró el instante de silencio necesario para llenarlo con un:
— Escuchenmé: ahora apuren un poco, que hoy tenemos que ir a Mataderos y terminamos recién en Lanús. Acuerdensé: cuando lleguemos frente al palco, va más rápido. Ahí le damos con “tutti”. ¿Está? Vamos, entonces. Después de ese pasaje de color y movimiento no quedaba en la calle más que un recuerdo y un sonido que se alejaba sin perderse por completo. Santiago aplastó el cigarrillo contra el piso, alzó el vaso, plegó la silla, tomó su bastón blanco y retornó a su casa.-