¿Las casualidades existen? Me lo pregunto cuando observo sobre mi escritorio las dos tapas casi idénticas, misma editorial, color, la misma dedicatoria de la amiga que me los regaló en fechas diferentes. Salvo esos detalles, no imaginé que entre sus páginas también encontraría coincidencias. Los dos libros, en apariencia, estarían en las antípodas: uno es el último de Juan José Saer, “La grande” (2005) y el otro uno de los primeros de Le Clézio, reciente Premio Nobel de Literatura, “El diluvio” (1966).
Saer es como un viejo conocido, leerlo es encontrar, o más bien, reencontrarse con esos mismos personajes, geografías, problemáticas. Es recorrer cada página admirando la maestría de su lenguaje, el eco de sus repeticiones, ese puntillismo descriptivo muy a lo Robbe- Grillet, escritor francés recientemente fallecido que lideró el importante movimiento del nouveau roman en los años cincuenta. Y desde mi propia subjetividad, lo que más me atrae en la literatura de Saer es la creación de ese mundo distintivo, especial, diferente, quizás filosófico, que contiene y completa el universo saeriano en cada uno de sus escritos. Esto está también en su última novela que dejó inconclusa, la muerte lo sorprendió antes de terminarla. Pero todo su espíritu, su genio, sus también demasiadas reiteraciones, están, intactas, en “La Grande”. Hasta aquí ninguna sorpresa. Lo que realmente me admiró, fue encontrar un Le Clézio completamente diferente, por ejemplo, del Le Clézio de una de sus últimas novelas, “El Africano”, una biografía sobre su padre, en la que el lenguaje es llano y directo, no hay artificios verbales, ni de tiempo, ni de gráfica. Es de una lectura fácil. En cambio en “El diluvio”, y muy acorde a la época en la que fue escrita, los años sesenta, cuando se experimentó, a veces hasta la exageración, con el lenguaje y en general con las formas de la novela, encontramos un Le Clézio mucho más intrincado, diferente, e increíblemente emparentado con Saer.
Leemos en “El diluvio”:
…Los colores, igualmente, dotados de un nombre, las tres cuartas partes del tiempo podían suscitar la ilusión de lo abstracto. Los rojos, los blancos, los castaños, los verdes, los azules. Era a causa de ellos que, a menudo, el paisaje se dividía, se resquebrajaba…
…Un paquete de cigarrillos vacío, abandonado allí una hora y media antes, yacía sobre el alquitrán, en el frío. No era más que una mancha, azul vivo, hundida, en medio de la inmensa extensión de oscuridad…
Leemos en “La grande”:
… Los segmentos de la copa reproducen los colores del espectro, rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo, violeta, en secciones idénticas, y el conjunto de los dos hombres y el paraguas forma una mancha multicolor, móvil y nítida, que resalta con vividez contra el fondo gris que ha ido oscureciéndose por el doble efecto de las nubes y el crepúsculo..
En “El diluvio”:
…Abajo, la ciudad estaba aplastada; en ciertos lugares, las casas y los jardines dibujaban su geometría hasta la náusea. Un vello muy pálido y silencioso taponaba los tejados y los muros. Enormes bloques deslumbrantes se apoyaban, cuadrados, sobre el suelo…
En “La grande”:
…no hay más que algunas casas aisladas, de ladrillo sin revocar, construidas en el perímetro exterior de los terrenos cuadrados que constituyen las manzanas, como en tantos otros pueblos en los que las afueras, aunque incluidas en el égido urbano por el diseño geométrico que las delimitó desde antes de la fundación del pueblo…
Y podríamos continuar así por páginas y páginas. Además del parentesco formal, encuentro más coincidencias: la lluvia, que cae y a veces desborda sobre el paisaje y también sobre los personajes, impregnándolos de humedad y misterio, y la música, presente y distinta en las dos novelas.
La lluvia en “El diluvio”:
… Todo terminará así. En la espera, el agua continuará corriendo a lo largo de los surcos, muchas casas flotan, aquí y allí, en los charcos, sobre la calzada. Era el principio…
… La lluvia chocaba suavemente contra estas osamentas con un dulce rumor viscoso, y entre gota y gota de agua, en medio de cada reventar sonoro, nacía un torbellino, que orientaba de nuevo los elementos hacia el centro del cristal de la ventana…
En “La grande”:
…Esa clase de lluvia silenciosa, sin tormenta, sin viento, sin truenos ni relámpagos, por acumulación gradual y casi subrepticia de nubes bajas y oscuras, tan cargadas de agua que a causa de ese exceso se rompen, repentinas, y se vuelcan sobre las cosas…
… Y le parece ver en las hojitas que se sacuden silenciosas por la caída de las gotas, en los impactos contra la tierra amarillenta y, sobre todo, en el tumulto que las gotas agregan al ametrallar en infinitos puntos diferentes y simultáneos la superficie crespa del río que la lluvia vuelve todavía más agitada…
La música es un elemento siempre presente en “El diluvio”, en forma directa, ya sea a modo de comparación, de metáfora o de herramienta:
…Yacía allí, nadando en el ocre y en lo mojado. El silencio había invadido el mundo en círculos concéntricos. Un sol ovoide se repercutía hacia el infinito contra los tableros; centelleaba en el blanco y en el dolor. Un cierto aire de música atonal, desprendida de su substancia, seguía su curso, como una escritura…
…Pero muy pronto las notas se multiplicaron, la voz de la garganta devino una verdadera orquesta sinfónica, con trompeta, clavicordio, oboe, flauta, violín y violoncello, arpa y címbalos. Cuando se hubo cansado de descifrar las partituras y de trabar sus melodías en todos los sentidos, abrió los ojos; y se sentó en la cama a esperar…
En Saer, en toda su obra, no solo en “La grande”, la forma misma de su escritura es sutilmente musical, el devenir de sus personajes también lo es, sus tramas, todo el armado de su escritura, con sus temas, subtemas, repeticiones, ritmos, da capo, coda, casi como una partitura barroca.
En “La grande”:
…En el silencio de la costa que la llovizna callada ni siquiera interfiere, cuando se han alejado lo suficiente del agua como para dejar de escuchar el golpeteo rítmico de la orilla, es el ruido de sus propios pasos, chasquidos, roces, golpes, contra arena, agua, yuyos, barro chirle, lo único que se escucha, con un ritmo complicado pero sostenido, en el que a veces algún resbalón o alguna interjección involuntaria introducen una disonancia efímera…
Qué intento decir con este contrapunto entre dos autores que no son una copia, no hablan de lo mismo, sus tramas son diferentes, sus personajes también, pero tal vez la técnica, el modo de expresarlo, algunas herramientas de lenguaje, están en ambos muy influidos por la concepción detallista de las cosas, del paisaje, del mundo, que está en la propuesta de la corriente que lideró Robbe-Grillet, en la que los personajes son penetrantes observadores del mundo y de los objetos, porque son éstos, es decir, el afuera, lo único que posee la cualidad de lo real. Claro que ni en Saer ni en Le Clézio esta concepción ha sido llevada al extremo.
Para concluir, desearía apuntar el valor de la continuidad, de una escritura siempre fiel a sí misma, que se dio en Saer a través de toda su trayectoria y que no se mantuvo en Le Clézio. Tal vez esa fidelidad es la que, más allá de gustos subjetivos, forja la admiración por ese universo rico y diferente que creó Saer a lo largo de su vida y para siempre.