Ahora la vuelvo a oír. La estoy oyendo precisamente en este mismo momento. Ríe con una risa que puede parecer espontánea, una risa de niña. Porque es una niña. Pero su reír tiene un dejo a histeria. Definitivamente – concluyo – es una risa histérica. Se esparce a los cuatro vientos como una bocanada de aire tibio, mejor dicho tormentoso. Porque su risa es una tormenta, de esas que destruyen todo a su paso. Sin embargo cuando ríe, algo se altera en el cosmos, desordenándolo, algo que no puede controlarse, que irrumpe, estalla, arrastra.
No la oigo siempre, sólo de tanto en tanto cuando juega en la terraza de su casa, con su padre, su hermano, su madre a veces. Todos son jóvenes, con una juventud impertinente a la que no le importan los otros. Es más, cuando ella ríe todos los otros desaparecen o se esconden, no se sabe. Así de inoportuna es su risa, aunque, en verdad, reír no es inoportuno, es un dejarse ir rompiendo esquemas, estructuras. Todos quienes la rodean forman una especie de coro en sordina, del cual ella es su nota esencial y discordante.
Apenas se deja ver, su figura, como su risa, es también un torbellino que borra todo lo demás, lo opaca, lo amortigua. Y es un reír tan especial que a veces lastima, a lo mejor la lastima a ella misma, la saca de su centro y ya no es más ella. Es sólo su risa, sin pudores, lanzada así, a pesar de sí misma. Una risa nerviosa – como lo dije antes, histérica- que por momentos hasta molesta. Tal vez moleste eso, ese segundo de felicidad completa de alguien. Yo no sé si es una niña feliz pero sí sé que en ese instante lo es, extrae eso de su interior sin proponérselo y lo vomita. Es exactamente eso: una risa vomitada, algo que sale de ella intempestivamente y se derrumba en el aire. Y me llega a mí, le llega a todos quienes la escuchamos, nos guste o no hacerlo.
No sé bien cómo es ella, ese ser que corre por la terraza tras una pelota, tras su hermano, tras un juego cuyas reglas no descifro. Pero sí sé como es su risa. Su risa es ella. Es ella saliendo de sí misma antes de llegar a ser otra. Y no me importa saber más. Percibo asombrada, hasta molesta, esa demostración que yo no me permito. Pero su sonido me vence, me vence esa carcajada que a pesar de ser estentórea no es procaz, aunque ella no sepa que pueda llegar a serlo. Pero no, definitivamente no, procaces son mis oídos. Procaz es el ruido que altera esos domingos o sábados en que su risa se descuelga de ella y cae sobre el mundo.
Hoy es domingo y ahí está de nuevo. Brillante como un rayo de sol en pleno mediodía, desordenando la rutina. Ahí está el sonido de su risa que se despeña en un allegro vivísimo, sin andante previo. Y oírla es como ver a Mozart sentado en la terraza. Porque ella, más exactamente su risa, puede ser Mozart, puede ser Vivaldi. Es más, ella en ese momento, es Mozart y Vivaldi juntos. Ella es ellos, ella es su risa. Su risa es ella y todos los demás unos tristes muñecos a quienes se les ha roto la cuerda. Ella es la cuerda, el mecanismo de la cuerda del mundo. Su risa es el mundo. El mundo es ella. Y yo no soy nadie. Sólo alguien que recibe el eco de su risa, alguien que tiene una copa en la mano que de pronto se rompe. Porque eso hace posible su risa. Romper el cristal y lograr que cada fragmento brille por si mismo y adquiera vida propia. Que sea un acorde de la melodía de su risa. Su risa indomable e histérica, capaz de alterar el equilibrio del cosmos. Su risa. Solamente su risa. La risa de una niña.
Producción literaria > Narrativa
Decía «Bulls»
Se pone pesada la Rosa.
Qué tendrá con mi gorro. O será porque le gané. Yo lo vi primero, encimita de la basura, como brillando para mí, sólo para mí. De puro picada. Seguro. Y porque se cree grande. No es tan grande. Como dos cabezas más que yo. Y qué. ¿Acaso las hermanas con dos cabezas más grande que uno tienen el derecho de mandonear? Porque la Rosa es así, se la cree, y dale que dale, que le haga caso, que soy un pendejo tonto y no me queda nada bien el gorro, se te cae encima del ojo, no ves que es muy grande para ti, dice, y mientras habla se me va subiendo una cosa rara hasta la garganta y le digo y qué, si es relindo, negro y con las letras rojas, y para que se ponga peor me lo encasqueto bien, aunque se ladea un poco, porque yo sé que es grande y no me importa, ni un poco me importa, y pongo la misma cara así mirando p’arriba del tonto ese que a ella le gusta y entonces me río pero me sale raro porque también tengo rabia y le grito que me queda lindo, relindo, y es mío, todo MÍO.
La Rosa no es siempre así. Ella se ganó este lugar solita. A puro pulso, le gusta decirlo, y la cara se le pone rosada y linda. No como ese día cuando casi me mata a coscorrones cuando le dije que no sabía si era tan bueno como ella dice estar aquí abajo todo el tiempo porque nunca se ve el sol y a mí me gusta ver el sol. Y ella me contestó que vaya a reclamarle a mi abuela, después que salió media muerta de la pelea con esos que se creen dueños de las calles y de todo, perros sarnosos que husmean hasta debajo del agua y no sueltan presa – eso me dijo con la cara fea que anuncia coscorrones – y cuando por fin me arregla un lugar calientito para que yo pase el invierno y esos días de lluvia que me dejan tiritando como canario mojado, así no más, sin pensar lo que ella hace por mí, se me ocurre abrir esa bocaza grande que tengo para criticarla, con lo que cuesta ganarse un lugar, y justo aquí, en el subte, porque escucha de una vez pendejo tonto, así me dijo, y otras palabras feas y gordas que se le caían de la boca y venían encima mío como relámpagos y truenos y yo tiritaba, no ves que pedir aquí abajo es de lo mejor, es lo que todos quieren.
Aunque la Rosa hable así yo sé que me quiere.
Cuando nos dormimos por ahí en algún agujero, siempre encuentra cajas para meterme adentro y ella a veces ni se tapa y dice que no importa porque para eso es grande y fuerte y no tirita como un canario tonto. Entonces le digo que estar debajo de la tierra me hace acordar a las hormigas, porque eso parecen, hormigas, toda esa gente que no para de salir de los trenes y después suben en fila por las escaleras y vienen otros y otros y yo los espero y les muestro las estampitas con santos y vírgenes y no las miran y no me miran y yo pongo esa cara que dice la Rosa, y no la pongo porque quiero dar lástima, es de verdad, casi lloro, porque si no me dan alguna moneda la Rosa no perdona y entonces otra vez se van a descargar en mi cabeza los coscorrones como lluvia con relámpagos. No me gusta la lluvia.
Hay un lugar del que casi no me acuerdo en el que siempre era verano y yo respiraba tanto aire porque no había edificios ni autos ni la gente que no te mira. Yo estaba debajo de un árbol con la Rosa que era más chica, casi como yo ahora, y atrás estaba mi mamá, grande y linda, y yo miraba la fila ordenadita de hormigas haciendo un camino negro en medio del polvo reseco. No me acuerdo bien de mi mamá. Pero sé que estaba y que era grande y linda. Sé eso no en mi cabeza, porque ahí no la encuentro, sé eso adentro mío, en un lugar que me hace cosquillas. Como ahora Rosa, le digo cuando me despierto todo mojado en el medio de la noche y, y nada, me corta la Rosa, a dormir, a dejarse de tanta huevada y a dormir, canario entumido. Entonces me arregla la caja y ella tiene unos cartones con los que también se tapa. Me dice así porque no le gusta que yo me acuerde. Es que a la Rosa se le ponen los ojos con una lluvia finita cuando hablo de esas cosas, pero como es fuerte y no tirita me dice que me deje de pensar tanta tontera. Y que entienda de una vez por todas que yo la tengo a ella y ella me tiene a mí y no hay nada más en el mundo. Ni otro lugar donde siempre es verano, ni las malditas hormigas, y que vaya viendo cómo me las voy a arreglar para conseguir más monedas, como sea, antes de que el puño se le cierre y la cara se le ponga muy fea.
No me asusto con eso porque sé que la Rosa se pone así cuando hablo de mi mamá. No le gusta que hable de mi mamá. Le crece en los ojos esa lluvia finita y le da vergüenza. Porque aunque no lo parezca, la Rosa es vergonzosa. Pero también es terrible cuando se enoja. Y ahora no sé cómo le cuento.
Porque la Rosa me quiere pero siempre está diciendo que soy un pendejo tonto y que en vez de pensar en nosotros dos pienso en cualquier cosa que pasa volando. Y a lo mejor tiene razón. Así fue cuando los vi llegar. Me olvidé de todo. Eran cuatro, dos mujeres y dos hombres y traían unos bultos en los brazos. Me quedé mirando primero a la rubia con piernas altas y la falda corta. Era linda. Se puso en el medio y sacó con mucho cuidado una flauta rara, negra y llena de botones. Después el flaco anteojudo abrió una caja grande y apareció con una guitarra muy gorda. Nunca había visto algo así. Y el otro, el más bajo de todos, se puso a tocar en otra guitarra chiquita y flaca que sonaba finito. Al lado de la flauta negra se sentó la señorita que quedaba y armó un acordeón como el que tiene un amigo de la Rosa, pero éste estaba abierto y tenía patas. Se demoraron un rato, probaban algo, hasta que se miraron los cuatro y el de la guitarra chica movió la cabeza y entonces, no sé bien qué pasó. Empezó a sonar una música que nunca había escuchado. De repente todo ahí abajo era esa música. Subía por las paredes y desaparecía en los túneles negros que se llenaron de colores. Los más lindos que vi. La música bailaba con ellos más allá de los trenes y entre las piernas de la gente y yo quería reír y llorar y bailar con ellos. Todo se movía y sonaba. Y también me hacía cosquillas adentro. Igual que como cuando me acuerdo de mi mamá. Yo los veía, a la gente y los trenes y las escaleras y las luces. Pero también habían desaparecido porque estaban adentro de la música con colores que los cuatro tocaban, juntos, o solo la rubia con la flauta negra que cantaba ronco, o el acordeón con patas, o la guitarra chica con la voz finita y después la gorda, fuerte, como el ronroneo del gato de otro amigo de la Rosa, y la música se me enroscaba como el gato y de repente me querían saltar las lágrimas y me daba vergüenza que me pasara lo de la Rosa y todos lo vieran. La música seguía y ya nada me importaba, solo quería que no se acabara nunca.
El cielo está afuera y el sol siempre se queda allá arriba. Claro que lo sé. No soy tan tonto como dice la Rosa. Por eso mismo no me va a creer cuando le cuente que esta tarde entraron, aquí abajo. No me va a creer y es la pura verdad. Primero se quedaron en el techo. Y después me miraron y se metieron adentro mío. El cielo y el sol calentándome enterito. Yo tenía un cielo y un sol míos subiendo y bajando por mi garganta y hasta los pies. La Rosa no me va a creer. Subían y bajaban muchas veces y cuando llegaban hasta mi panza era como si me estrujaran las tripas. Como cuando tengo hambre y al fin la Rosa encuentra comida. Como cuando me acuerdo del árbol con mi mamá y las hormigas. Primero duele y después es lindo. Las dos guitarras, la grande y la chica, la flauta ronca, los dedos blancos y los negros del acordeón con patas, el cielo, el sol, todo sonaba en mi panza. Y ya no me importaba nada. Ni siquiera la Rosa. Sólo estaba la música con colores y el sol y el cielo, subiendo y bajando adentro mío. La gente hormiga estaba por fin parada y también escuchaba. La caja negra donde venía la guitarra chica estaba abierta en el suelo. Parecía un cocodrilo partido al medio. Las tripas eran rojas y al fondo le brillaban algunas monedas.
Cuando la música terminó, el cielo y el sol volvieron arriba. Todas las cosas fueron de nuevo como antes y la gente hormiga otra vez se movió. Suben y bajan. No me miran. No tienen ojos. Arreglo el gorro que se me está cayendo. Así, ahora las letras rojas se pusieron derechitas. “BULLS”. Eso dicen. Me lo leyó la Rosa, porque ella sabe leer, pero dijo que no entendió. Qué me importa. Se ven tan lindas. “Bulls”. Es que a la gente de allá arriba se le ha dado por usar cosas con letras que nadie entiende, eso me dijo la Rosa, letras de otros lugares, canario, de lugares que no conocemos y que no vamos a conocer nunca. Y a mí que me importa, son relindas y están en mi gorro.
Saco las estampitas con santos y vírgenes del bolsillo y pongo esa cara que ella dice. No es para dar pena, es porque casi lloro, de verdad. Ya no tengo ni vergüenza. Y no me voy a mover de aquí. Nunca más. Es cierto lo que dice la Rosa. No puedo dejar de tiritar. Soy un canario entumido. No hay sol ni cielo. Y todavía no sé lo que me pasó. Fue como si las tripas rojas del cocodrilo abierto en el suelo me estuvieran llamando y toqué mi bolsillo y ahí estaban las monedas que había juntado ese día y sin pensar en nada, corrí y las puse todas, ahí mismo, entre las tripas. Nadie más lo hizo, ninguna gente hormiga, y la Rosa va a poner la cara de trueno y el puño con coscorrones va a caer encima mío y tiene razón, nunca voy a ser como a ella le gustaría pero igual yo sé que me quiere. Siempre dice que soy lo único que tiene en esta basura de vida.
Publicado en:
Revista Alaluz, Universidad de Riverside, California, USA, 1998
Publicación Sec. de Educación,“Ciclo Autoras de Buenos Aires”, 2004
Veranos turbulentos, (cuentos) Bs. As. 2004
Los hombres no lloran
Habíamos ido con mi papá al fútbol otras veces, siempre los dos solos. Me gustaban mucho esos domingos. No tanto por el fútbol, porque es más divertido jugarlo con los amigos de la cuadra, medio a escondidas de mi mamá que cree que estoy en casa estudiando, aunque después llegue transpirado, con los pantalones sucios o las rodillas rotas y me mire de reojo para no tener que decir nada, con ese aire medio dulce y medio alegre que me gusta tanto. Eso es mejor que estar aquí, sin poder moverme mucho porque molesto al señor del lado, que no tiene el aire medio dulce de mi mamá. Pasan los maníes, después los chocolates y mi papá siempre compra algo. Pasan los helados, sobre todo los helados. Esto también me gusta de los domingos, pero más que nada me gustan porque papá es sólo mío, aunque sea en los domingos.
Hoy es diferente. La trajo. Se acerca y me toca la cabeza. Un escalofrío que no sé de dónde viene porque no estoy enfermo y el sol casi quema, sube y baja por mi espalda y la piel como de gallina, igual que cuando tengo fiebre y quiero ver la cara medio dulce y medio alegre de mi mamá al lado. Quiere besarme pero no la dejo. Sólo mi mamá me da besos, ella no vino, porque no le gusta el fútbol. Debe ser por eso que mi papá hoy trajo a esa mujer. Este domingo no me gusta, ni siquiera cuando quieren comprarme helados. Me encantan y aunque mi mamá casi nunca compra porque dice que después no como la comida, ahora digo que no, no quiero.
Mi papá hoy está raro. Mira a la mujer como en la tele. Igual que en los programas que a veces veo con mi mamá, sólo por estar cerca de ella, porque me gusta su cara aunque esté medio triste, medio dulce. No sé por qué las mamás ven programas que las hacen llorar. En cambio yo soy hombre y los hombres no lloran, siempre dice mi papá eso. Y yo lo miro firme en los ojos y no lloro. Por eso no soy como mi mamá, prefiero ver cosas divertidas en la tele. Me gustan esas películas viejas donde todos corren y alguien tira cosas a la cara de otro, casi siempre tortas llenas de crema blanca, no me gusta la crema blanca, pero sí cuando viene uno y lo persiguen y se cae y todos ríen y termina bien, porque me gusta que las cosas terminen bien. Hoy estoy medio enojado con mi papá. Se olvidó que los domingos son sólo de los dos. Pasan otra vez los helados, el escalofrío sigue subiendo y bajando por mi espalda, mi programa favorito también, sube y baja, justo frente a mí, donde se paró el señor de los helados, pido dos, por qué dos, pregunta mi papá, es el calor, digo, el sol quema. Quiero uno de crema y otro de chocolate. Sujeto bien el de chocolate, que es el que más me gusta, y con todas mis fuerzas y ahora muy enojado se lo tiro a mi papá, en el medio de la cara, y el otro de crema se lo lanzo a la mujer. En las películas viejas que me gustan todos se ríen. No tenía la torta pero creo que igual sirven los helados. Mi papá no se ríe. Corro. Huyo, entre miles de piernas, zapatos, zapatillas y algunos pocos tacos altos. Estoy escondido bajo un banco de cemento y no abro la boca, porque los hombres no lloran. Tengo sed. Estoy sucio, transpirando, por no es por el fútbol y esta vez no está mi mamá con esa mirada medio dulce. Sólo veo zapatos, zapatillas y algunos tacos altos. Pórtate bien, no hagas rabiar a tu papá, escucho que dice mi mamá lejos. Hace calor aún bajo el banco duro, pero el escalofrío sube y baja por mi espalda. Los hombres no lloran. No hagas rabiar a tu papá.
Sigo bajo la sombra del banco. El escalofrío sube y baja. La piel de gallina. Parece cosa de enfermos. El sol quema y la mirada medio triste de mi mamá. No, dice, no hay bancos de cemento. Ni zapatos ni zapatillas. Tampoco tacos altos. No hay sol, pero quema. Mi mamá dice que debe ser la fiebre, que hoy no es domingo, no hay fútbol. Que papá no está, no viene ni siquiera los domingos. Los hombres no lloran pero mi mamá sí. Ahora medio dulce y muy triste. No hay sol y quema. El escalofrío sube y baja.
Del libro El sol tenía escote en V, Santiago de Chile, 1987
Y de la Antología del cuento corto, Córdoba, Argentina, 2009
Durante 2009 este cuento ha sido leído y narrado oralmente por la Profesora Ana Emilia Silva en colegios secundarios de adultos como parte del Programa de Escuelas Lectoras del Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires.
La vida en borrador. Publicado en la Antología del V Encuentro Nacional de Narrativa, Bialet Massé, Córdoba, Argentina, 2009
-Se murió mamá. El jueves.
Este es un hombre que llega a su casa un atardecer de julio. Tiene poco más de cuarenta años, es juez de la nación en una ciudad pequeña del interior. Un hombre atractivo, alto y enjuto, que ha llegado a donde está a fuerza de estudio, perseverancia, ambición. Lo sabe y lo enorgullece, como también pertenecer a la familia judicial y haber ganado el cargo por mérito propio. Vive en una casaquinta en las afueras, al llegar no ve el auto de su mujer, supone que ha salido con el chiquito. Se sirve un whisky con poco hielo y se echa en un sillón de la sala. Hace frío y arde buen fuego en la chimenea. Cierra los ojos, está cansado. La voz que lo sobresalta y le hace derramar parte de la bebida, pertenece a Diego. Su hijo mayor.
-Sola conmigo. Sin quejarse. Sin molestar a nadie, como vivió siempre.
Este es un hombre que no está muy acostumbrado a prestar atención a lo que escucha, dicta sentencias, se hace oír. Si no fuese así, ya tendría que estar dándose cuenta de la amargura en la voz del hijo mayor. No pena, no rabia, amargura, inconcebible de ese modo, en un adolescente. Apenas ve a Diego, sentado en el lugar más oscuro, los brazos cruzados, como abrazado a algo. A sí mismo, piensa, y se equivoca.
Este es un hombre que ha ido en busca de su hijo mayor hace apenas un par de años. Un hijo engendrado en una calentura de verano, a poco de salir del servicio militar, terminó su responsabilidad con la rechazada oferta de pagar un aborto seguro. Pero, mucho tiempo después, la satisfacción, la plenitud de la paternidad que le dio el nacimiento del hijo pequeño, lo llevaron a preguntarse, primero, y luego a buscar al hijo mayor.
Vivía con la madre, en la barriada periférica y pobre de la ciudad. Era el chico alto y hermoso, puro ojos, puro huesos, que le abrió la puerta. Preguntó por ella, cuándo, dónde encontrarla, ¿vos sos? Diego, el hijo. Con la madre el hombre no ruega, informa. Te voy a empezar a pasar dinero para él, quiero conocerlo, darle la mejor educación, ponerle mi apellido. No fue un error el de entonces, no estaba en mi proyecto, sabés, pero los tiempos han cambiado, pensá que te sacaste la lotería.
Ella dice a todo que sí. Está envejecida, delgada, con aspecto de cansancio, de sufrimiento. Es una pobre mujer que vive en una casa mínima, que limpia, cose y plancha para mantener al hijo. Y que, solo ella sabe, solo ella sabrá, está muy enferma.
-Yo quería a mamá. La quería mucho, era lo mejor. Hablaba poco, casi no se reía, pero solía cantar con una voz preciosa, y estaba ahí para mí. Hablaba poco, es cierto, pero me gusta eso, no como vos, que siempre estás dando cátedra, blá blá blá. Yo quería a mamá. A vos no. Te aparecés ahora con el discurso del padre y es tan tarde, ya sufrí por todo, ya te extrañé, ya me cansé de esperarte, ya no me hacés falta.
Ahora el hombre empieza a percibir la amargura. Cree, y se equivoca otra vez, que va a poder con eso, porque él sí quiere a Diego. Mucho. Le gusta ese muchachito silencioso, en casi dos años no le escuchó nunca un parlamento tan largo. Se ha sorprendido sintiendo cuánto más le gusta que el hijo menor, tal vez por la edad que tiene, por lo que pueden compartir, salen de caza, de pesca, (el chico es buen pescador, buen cazador, en un viaje a Buenos Aires le compró una excelente escopeta), se encuentran al mediodía en Tribunales, almuerzan juntos, ya dije, es bello, le gusta mostrarlo; es Diego, mi hijo mayor. A su mujer no termina de convencerla, desconfía, tiene algo que no me gusta, dice, pero él sabe que solo son celos, que acabará por acostumbrarse.
Ahora, en este mismo momento, el hombre siente en total intensidad el amor a sus hijos, comprende a ambas madres, entiende que no habrá vida, sentido, proyecto sin ellos.
-Al chiquito sí lo quiero, me gusta, no es que lo sienta mi hermano, pero cómo no querer a un chiquito. Familia para mí era mamá, y estuve toda esa tarde del jueves viéndola despedirse. Pero para vos, familia somos nosotros dos. Perderla duele mucho.
Diego habla desde la oscuridad, con una voz ajena. En la chimenea, un tronco a medias prendido cae sobre las brasas y provoca una llamarada que ilumina la habitación y le deja ver parte de la pierna y la zapatilla del hijo menor. Supone entonces que su mujer salió a hacer una compra rápida y que, por no vestirlo y abrigarlo, lo dejó jugando con Diego, se llevan bien esos dos, y que, cansado, se durmió en el piso, cerca del fuego, como suele hacer.
Pibe, empieza a decir, estas cosas suceden, la vida no se puede pasar en limpio, como del cuaderno borrador al de clase, todo prolijito, y se levanta para echarle una mirada al niño. Ahora, en el mismo instante en que ve que está tendido sobre un charco de sangre, suena el escopetazo con que Diego se vuela la cabeza.
Este es un hombre a los alaridos, de rodillas, en una habitación en penumbras, cálida, un anochecer de invierno.
La niña de Chuquisaca. De “Cuentos del Camino Real” y otros cuentos.
Envuelta en el aire aún sofocante le pareció que los árboles temblaban, que flotaban en la noche clara. A la distancia ladraba un perro con poca vehemencia. Caminó hacia su alcoba haciendo crepitar la hojarasca sobre la luna que yacía tendida en el piso de la galería. Su cuerpo pequeño y delgado se movía con garbo. En su cara se advertían ciertas marcas que no eran las que deja el tiempo, sino las de la vida contrariada.
Entrecerró los ojos haciendo un esfuerzo supremo. Trataba de reconocer lo que ella sabía que estaba allí aunque la única señal identificable de esa presencia fuese el vello erizado de sus antebrazos y la sensación íntima que solía sentir cuando se le acercaba, sólo que ahora emanaba de una realidad distinta. Era una especie de premonición que le infundía sosiego y a la vez confusión. Apartó la vista de las fauces oscuras del cuarto procurando concentrarse en su propio centro. De soslayo vislumbró algo, quizás sólo lo intuyese. Vagamente desconcertada, pensó que nada ni nadie que no fuese él podía ser capaz de invadirla de tal forma, y lo que hasta ahora fuera levemente amenazador, se tornó agradable.
Sin que pudiese explicarlo llegaron a su recuerdo la serenidad augusta de las quebradas, los pequeños arroyos, el letal silencio apenas contaminado por el silbo del viento y aquella mañana de cobre y plata derramada sobre los cerros de Chuquisaca, cuando la mandaron buscar. Para ella, que se hallaba de rehén en el convento, ofrendada por su viuda madre al Señor, era incomprensible. Soñaba que pasaría la vida entre esas paredes sin que nadie la rescatase, sueños que siempre terminaban en despertares angustiantes y brutales.
Demasiado débil para mantenerse en pie, quitó sus ropas a oscuras y se acostó en camisón y prendas íntimas, invadida por una especie de vaciedad que inundaba todo cuanto la rodeaba, absolutamente distinta a la pesadumbre que solía embargarla. Entrecerró los ojos y comenzó a hablarle con una voz surgida no de la garganta sino de esa parte impalpable y recóndita donde se aloja la memoria y quizás el alma.
—Me has vuelto a inquietar como el primer día en que nos acostamos en esa cama alta, tan alta que debiste ayudarme a subir —murmuró. —¿No lo habrás olvidado, verdad?
El calor abrazaba sus mejillas. Imaginando que se había sonrojado se arrebujó contra el pecho desnudo del coronel. Esta vez no se asombró ni rechazó la lengua cuando él comenzó a hacerla jugar con la suya. ¿Sería ese el encuentro tan apasionadamente esperado?
El coronel la desnudaba. No estaba dispuesta a negarse, ni a despegar su boca de la de él. Le acariciaba el cabello y la besaba en el cuello. Nunca antes había hecho algo así. ¿También estaría desnudo? se preguntó. Explorando con la rodilla comprobó que sí lo estaba al rozar con ella su miembro erecto. Creyó perder el sentido pero se sobrepuso, no abandonaría ese placer tan intenso y desconocido. La cara del coronel se perdió entre los senos. Qué clase de magia oculta poseían sus labios, qué don tenían sus manos que le arrancaban lamentaciones de las entrañas.
—Te amo, coronel de mi corazón, no me dejes —imploró a su oído.
Cuando principió a acariciarle los muslos apretó uno contra otro. Qué pretendía de ella ese verdugo, se preguntó con la mente embotada. Pero las manos caminaron, se metieron entre ellos hasta llegar a…
Dónde habían quedado el confesor y las amenazas seculares. Ya no importaba, y sin acordarse de lo que siempre dijeron que debía recordar, extendió la suya sobre su vientre y lo recorrió. Por primera vez se animaba, por primera vez tocaba el sexo duro y caliente de su hombre. Entregada a ese impulso vigoroso, enceguecedor, irrefrenable, encogió las piernas y las separó. Pero el coronel no tenía prisa, seguía con su devastador plan. ¿Acaso no estaba entregada? Qué más pretendía conseguir con tanta y desconocida meticulosidad. Hasta cuándo continuaría ese dulce tormento. Cuánto más podría resistir sin desmayarse.
—Sí, mi coronel, sí.
Al sentirlo dentro de ella comprendió que los machos deberían demostrar su condición dando placer, no dolor. Se preguntó si era ese el goce por el que había esperado una vida.
El coronel se movía suave. Ella descubría. El coronel acechaba. Ella se estremecía. El coronel apuró. Ella clavó sus uñas. El coronel besó y mordió. El cuerpo de ella respondió con un grito que arrancó de sí mismo, con la garganta espantosamente abierta, como queriendo devorarse la luna y el aire.
La noche, que había avanzado traspasada por la música de las cigarras, vio pasar a la negra Teresa como una gata negra.
—Está bien su merced —preguntó desde el otro lado de la puerta.
—Sí, Teresa, ha sido una pesadilla —respondió aún agitada.
Después de recuperar el resuello volvió a hablarle.
—Coronel, mi coronel… Desde que te fuiste a la guerra he comenzado a ver a Lima como un sitio en ruinas envuelto en un aura de frivolidad. Las mujeres marchan por las calles riendo con sus risas estúpidas, infantiles, sin delicadeza. Llevan sus ojos tan cargados de malicia que a veces me acomete el impulso de saltarles al cuello. —Se interrumpió como haciendo memoria y prosiguió: —Cuentan que en Junín cargaste con tú caballo y tú lanza como una fiera. Qué orgullo tan triste. Me duele no haber podido ayudarte a pasar los trabajos que habrás tenido, de no haberte acompañado en el momento más crucial de tu vida.
Enmudeció como si hubiese sentido arrepentimiento por lo dicho.
—Coronel, mi coronel, nunca nos atrevimos —continuó diciendo después de una larga pausa. —Qué lástima, tantos años aceptando la condena, luchando contra las palabras, los gestos, los actos. Qué vida tan árida fue la nuestra, mi coronel. No he pretendido felicidad, sólo desempeñar correctamente mi papel en tu vida. Hubiera necesitado algo distinto, que me sacara de esa pasividad y eso ha sucedido hoy. Fue necesario que tu carne severa regresase de las cuestas de Junín para encender la mía.
Luego dio vuelta la cabeza. Escuchó vagamente como un arrastrar de pies descalzos. Antes que el brillo de sus ojos se extinguiese en la oscuridad, pesó: Mi coronel, nunca hubiese imaginado que para hacer el amor fuese mejor de muerto.
Antipatía
Juan Carlos y Francisco eran condiscípulos desde que habían empezado a concurrir a la escuela de párvulos. Tal como es la naturaleza de todos los niños, los juegos y entretenimientos varían entre las caricias y los empujones, los besos y los manotones, los juegos amistosos y los retozos agresivos, alternativas que se intercambian entre todos los críos de las salitas infantiles.
Con el tiempo y el crecimiento los juegos se van adaptando a las edades, las caricias y las bondades se hacen más zalameras y los choques se tornan más ofensivos Y así fue la historia de Juan Carlos y Francisco quienes litigaban permanentemente por la tenencia de los juguetes y sus cuidadoras debían intervenir con mucha frecuencia para separarlos en las controversias.
Siendo ya jovencitos supieron medir fuerzas a los puñetazos a la salida del Colegio, simplemente como un desafío para saber cuál de ellos era más poderoso, para lograr un liderazgo ante el grupo de alumnos. Y a medida que el tiempo pasaba, la tirria comenzó enfrentarlos en la conquista de las chicas. Cuando Francisco logró conquistar a Anabel, la más bonita de todas, según algunas opiniones, Juan Carlos se sintió desbancado ya que era una de sus elegidas. Por indeciso tal vez, perdió esa oportunidad pero no se arredró e hizo todo lo posible para arrebatarle el trofeo. Recurrió a encuentros fortuitos, llamadas telefónicas melosas, regalos fuera de fecha y atenciones variadas hasta que un día consiguió con ella una cita y por medio de sus amigotes, le pasó el dato a Francisco quien se hizo presente en el lugar del encuentro. Al presenciar el mutis que hacía Juan Carlos con su enamorada –luciendo ambos una gran sonrisa- el suplantado se juró no descansar hasta lograr el correspondiente desagravio.
El tiempo ha hecho olvidar el desquite afrentoso de Francisco y la serie de otros sucesos, no obstante perdura el recuerdo de que Anabel, al día siguiente lo llamó para contarle que su compañero había sido un grosero y que ella había descubierto enseguida las reales intenciones del invitante. Pasado un tiempo el romance con Francisco se reanudó y prosperó en un feliz casamiento.
La vida de Juan Carlos dio un vuelco fundamental con la llegada de su madurez y por esos imponderables que tiene el espíritu del hombre, el de él, fue invadido por una inquebrantable fe religiosa que lo llevó a abrazar con una pasión particular, la carrera sacerdotal, ordenándose antes de cumplir los veinticinco años. Luego de algún tiempo en parroquias pueblerinas y una prolongada misión en África, volvió a su país, donde la política eclesial le facilitó llegar al cargo de Obispo. Los años y la sedentaria vida le cambiaron el aspecto atlético de su juventud, engordando hasta conseguir el abultado vientre que lucen en general los de su jerarquía.
Por su parte Francisco siguió la carrera militar, formando con su esposa y tres hijos, una familia ejemplar. Su dedicación, contracción al régimen castrense y el reconocimiento por parte de la superioridad de sus valores, le llenaron el pecho de la guerrera con condecoraciones y jinetas doradas.
Como los caminos del destino de cada uno siguen rutas distintas e insospechadas y se cruzan caprichosamente, una soleada tarde ambos coincidieron en un poco concurrido andén de ferrocarril, el Obispo vistiendo la sotana púrpura y el capelo y el Coronel con el uniforme verde oliva y su gorra.
Se vieron y se conocieron casi de inmediato. Ambos quedaron expectantes de los movimientos del otro hasta que el más audaz, el Obispo, se dirigió al uniformado y le dijo:
Señor Guarda, ¿podría decirme si de este andén sale el tren de las cuatro y diez?
Una bofetada no hubiera herido tanto al militar, quien –acostumbrado a las acciones peligrosas y comprometidas- respondió de inmediato:
Efectivamente señora, sale de aquí mismo, pero en su avanzado estado de gravidez, no le aconsejaría viajar.
Pasado un momento, ambos echaron a reír y como nunca había sucedido antes, se abrazaron y dieron por finalizada aquella situación de antipatía, que la madurez y los años se habían ocupado de desvanecer.
Matilde Barrios
El cartero se aleja.
El matasellos de la carta te trae recuerdos.
Balido de ovejas.
Olor a la lana recién esquilada.
Y tu tata. Alto y de pelo amarillo.
Comandaba la tropa de los peones. Orgulloso hacía rodar los dedos de las manos sobre la mesa, fanfarroneando sobre la cantidad de machos que había sembrado por ahí. Fuiste su única hija mujer. Te había puesto Matilde en honor a la patrona joven.
Aparece en tu recuerdo aquel día en que te alzó y los dos juntos cabalgaron el alazán. La mujer se le había ido en el parto y andaba medio perdido. Se te cuela su aliento pegado a tu espalda. Pegajoso a tabaco de hoja y aguardiente te persigue hasta la biblioteca donde el señor fuma un puro, en bata, mientras lee el diario. La correspondencia señor, Gracias Matilde.
Los recuerdos te llenan la cabeza de un bochinche que no te gusta. Tu tata se reinstala. Lo ves muerto en aquel encuentro entre peones y milicos. Un tal Argañaráz le había abierto la garganta de un machetazo. Esto es por estar del lado de los peones, hijo de una gran puta. Lo enterraron esa misma tarde cerca de los alambrados.
Ahora recordás, con un temblor en las piernas, la noche en que el Jacinto te revolcó entre las lanas recién esquiladas. Tu sangre se mezcló con la de las ovejas y de ella nació Juan, el Juancho, con la cabeza amarilla del abuelo y tu boca oscura y abultada. Con él envuelto en una manta se vinieron a Buenos Aires. Después nació Ramón y Jacinto te abandonó.
Matilde, te veo. Estás arrastrando los pies dentro de las ojotas. El pelo blanco se te escapa de la cofia. Despacio preparás las fuentes de porcelana y las copas de cristal. Son las diez y te cambiás de ropa. El uniforme azul y los zapatos acordonados te molestan.
Los recuerdos siguen. Te ronda mal el del Juancho y eso que no es aniversario. Su cara de marioneta rota ya no dice nada.
Ya están todos en la mesa.
La inseguridad es lo peor, Es un tema fácil de resolver, Usted sabrá como hacerlo, Hablemos de cosas más felices querido, Felices con la negrada rondando, La solución está en poner un paredón en cada esquina.
La fuente espera un toque de crema y una lluvia de hierba fresca de esa que tanto le gusta al señor. El plato se completa con un imprevisto toque final. Varios escupitajos. Va por la sangre del Juancho..
Estaba riquísimo Matilde.
Sí, señor.
Los dirigentes
Faltaban apenas dos meses para las próximas elecciones parlamentarias. El clima político era un hervidero de propuestas, mitines, discursos, componendas, acuerdos y desacuerdos, entrevistas en los medios de comunicación y algunos otros eventos surgidos a último momento, en los que se mezcla más de un oportunista, con profesionales del tema (sin título).
El Grupo “Nueva Dirigencia para la Verdad Política” (NDVP) se encontraba en sesión extraordinaria con casi la totalidad de sus miembros, debatiendo la designación del orador que ocuparía la tribuna el próximo sábado. El tema era sobradamente urgente debido a que antes de las once de la noche de ese mismo día, debían proveer a la imprenta del barrio su nombre y fotografía, para confeccionar cien carteles y unos mil panfletos y distribuirlos en la zona de influencia.
Tomó la palabra el más acreditado de los presentes, representante de los transportistas de la localidad, Héctor Segismundo Contreras, (para los muchachos “El Segis”), diciendo en voz alta:
Procederemos a la votación del primero y único orador, para lo que propongo al
Carloncho Iñiguez.
– Me opongo a la propuesta –gritó Cacho Santos, dirigente opositor de la lista de Iñiguez-
porque el Carloncho no sabe hablar en público y puede jugarnos en contra.
Otro hombre de la gente de Santos adhirió aclarando:
– Es un piantavotos.
– El sí o el no, surgirá de la votación entre los presentes –dijo Contreras- y para el caso negativo, se propondrá otro candidato.
Teniendo en cuenta que Carloncho Iñiguez era, en esta ocasión, “el caballo del comisario” y Contreras ya se había encargado de mandar su fuerza de choque para “orientar” a la masa, la votación se llevó a cabo levantando, la inmensa mayoría, los brazos en actitud de aprobación, quedando resuelta la cuestión en pocos minutos.
Carloncho Iñiguez se levantó de la silla en que estaba sentado, se acercó a Contreras y le susurró al oído:
– Escucháme una cosa, loco, de dónde sacastes que yo puedo hacer un discurso político
¿estás en pedo?
– Tranquilo macho, yo te escuché hablar y sabés decir palabras bien difíciles, que ni yo te entiendo y acordáte de cuando les hablás a los ratas de las villas, que se quedan con la boca abierta. Dale, que te estoy abriendo la puerta para el Congreso y si salís de ésta, en la próxima vas de diputado.
– Bueno, pero si sale mal no me eches la culpa.
Los carteles con la cara del elegido –foto sacada de apuro mientras cargaba su camión con bolsas de cemento- y los panfletos, fueron entregados en lugar y fecha y la concentración se realizó el sábado siguiente, como estaba previsto.
A la hora señalada toda la cúpula estaba en el tablado, el micrófono afinado en sintonía e intensidad y el dirigente Contreras dijo unas palabras de presentación, habilitando a Carloncho para que iniciara su alocución, cuyo texto había ensayado los últimos días
— Buenas noches –dijo el disertante y lo repitió en voz mucho más alta al recibir una tibia
respuesta.
— Buenas noches – gritó el público reunido, incentivado por el reto de Carloncho.
— Estamos aquí reunidos, queridos compañeros, para respaldar la elección del compañero
y buen amigo, el Fiaca Mordillo, dignísimo delegado que representa a nuestro Partido
“Nueva Dirigencia para la verdad Política”.
Una aclamación ruidosa interrumpió las palabras del expositor y se notó un pequeño revuelo alrededor del mencionado Fiaca Mordillo, cuyo sobrenombre hablaba a las claras de su disposición al trabajo. Los brazos en alto de Carloncho, llamaron a la calma y prosiguió:
– Compañeros, compañeros,…. leales trabajadores adheridos a las premisas del programa
elucubrado por nuestra digna dirigencia, incondicionales esclavos de la límpida verdad política, sepan que la complejidad de los exitosos análisis de nuestros Regentes, para el aumento significativo de la actividad que nos nuclea, ha ayudado a la preparación de un nuevo modelo de desarrollo y formas de acción, en el amplísimo espectro que ofrece la industria de los transportes de carga terrestre, acuática, es decir, por el río y la comunicación permanente vía internet digital.
La reacción de los oyentes fue estruendosa y por un rato, ni los brazos levantados de Carloncho pidiendo calma, podían aquietar la euforia despertada por aquellas palabras. Pero éste no deseaba terminar ahí su arenga y continuó:
— Es así como los superiores principios ideológicos de la “ Nueva Dirigencia para la Verdad Política” han dispuesto un relanzamiento específico y profundo de todos los sectores implicados, permitiendo explicitar las razones fundamentales, sistematizados en un frente común de actuación regeneradora. Las experiencias diversas muestran que el reforzamiento y desarrollo de las estructuras, ofrece una real verificación de las condiciones apropiadas.
Curiosamente el público, seguramente abrumado por los términos del orador, aplaudió tímidamente y a unos segundos de silencio siguió una explosión de aplausos sostenidos, vivando al expositor. Desde un sector se escuchó el comienzo, casi apagado de una marchita, que se detuvo enseguida para que el orador continuase.
— La estructura actual de nuestra organización política reúne valores humanos difíciles de comparar y cuya potencialidad nos permite intuir un futuro de maravillosas posibilidades tecnológicas que, unidas a las enseñanzas pergeñadas por nuestros líderes ideológicos, puede llegarse al completo liderazgo de la “Nueva Dirigencia para la Verdad Política” en la implantación de una Democracia Participativa y Popular, que tenga origen en la gente de nuestros gremios, acompañando a nuestros candidatos para la Senaduría y la Diputación, los representantes destacados como Carlos el Fiaca Gordillo acompañando al candidato a Senador Nacional, don Pepe Chamusca – y puso un énfasis especial en sus últimas palabras:
— ¡¡¡He dicho!!!
Estas dos palabras tuvieron para la inmensa mayoría de los presentes un significado desconocido, que puede resumirse en las preguntas que la mayoría de ellos se hicieron en el mismo momento en que Carloncho las pronunció:
– ¿Qué dijo?
– Dijo he dicho.
– No, dijo algo de la cena y de la diputación, algunas pibas del barrio se van a chivar-opinó uno que tapaba su calva con una gorra de visera que ostentaba las letras NDVP.
– ¿Qué quiere decir intuir? …suena lindo –dijo otro.
– Habló del nuevo partido político del barrio, el de la verdad -comentó uno que estaba con la esposa y dos chicos.
– La verdad, la verdad, es que si lo ponen al fiaca para que haga algo, van muertos –respondió la señora, contenta de haber conseguido dos gorras con las iniciales del grupo, para los chicos.
– No tocaron la marcha, me parece que estos son de la contra –dijo un viejito.
– En un momento dijeron algo de actuación degeneradora…me parece que estos…hummm, son medio degeneraditos –comentó una gorda de delantal.
En tanto Carloncho tuvo que ser disuadido por Contreras porque quería seguir hablando y el Segis creyó que era suficiente.
– Calma macho, ya está, dijiste lo que tenías que decir ¿no te lo anticipé? todos quedan callados cuando hablás vos.
En ese momento apareció el Fiaca Gordillo y preguntó:
– ¿Y a mí cuando me toca hablar?
– ¿Qué te pasa, te agarró el apuro a vos? tu vieja dice que aprendiste a hablar como a los cinco años y ahora querés desquitarte. Ya vas a hablar cuando seas diputado y estés en la banca del Congreso.
– ¿Yo en el Congreso, están en pedo ustedes? al Congreso voy con las pancartas y si me pagan el choripán, pero para ir adentro me tienen que comprar pilchas, si no, no me dejan entrar.
Todos los dirigentes se reunieron en la casa de Contreras y programaron unirse a la marcha que los gremios tenían programado para la semana entrante. Segismundo iría el lunes a ver al Intendente –que lo recibía sin cita previa- a buscar los fondos con que atenderían la movilización, el gasto de los choripanes y bebidas para los concurrentes, el alquiler de los micros y algo que quedara para la NDVP.
Discusión sobre el término zona
Cuento leído el domingo 30 de octubre en el programa Contextos
Puro Cuento, año II, número 11, Julio-Agosto 1988
Lugar: Un restaurant de nombre “El Dorado”, del otro lado del puente colgante, sobre el camino de la costa; en rigor, un cubículo desparejo de lata, dividido en dos por un tabique de madera, con una galería de madera que da sobre el camino y un patio trasero lleno de árboles, separado del río por una baranda de troncos. Después de la baranda viene un declive abrupto, la barranca, y en seguida el río. En la otra orilla, casas elevadas sobre pilares de madera dan sus fachadas frágiles al agua.
Época: Un día de febrero de 1967, a las dos de la tarde.
Temperatura: 37 grados a la sombra.
Protagonistas: Lalo Lescano, y Pichón Garay. Han nacido el mismo día del mismo año, 1940, pero mientras que miembros de la familia Garay sostienen descender del fundador de la ciudad, Juan de Garay, el día en que Lalo Lescano nació unas vecinas tuvieron que hacer una colecta para mandar a la madre de Lalo al hospital, ya que su padre, que era mozo en un restaurant, se demoró muchas horas antes de volver a su casa, se supone que en las carreras de caballos.
Circunstancias: Comida de despedida, porque Garay saldrá dentro de unos meses para Europa, donde se quedará a vivir unos años.
La discusión comienza cuando Garay dice que va a extrañar y que un hombre debe ser siempre fiel a una región, a una zona. Garay habla mirando hacia el agua –están sentados a una mesa defendida del sol por la sombra de los árboles- mientras amasa con el índice y el pulgar un pedazo de papel de diario, que ha servido de envoltorio a los pescados a la parrilla. Ni Lescano ni Garay son sibaritas, pero van a ese restaurant (ninguno de los dos lo confiesa), porque saben que años atrás lo frecuentaban Higinio Gómez, César Rey, Marcos Rosemberg, Jorge Washington Noriega y otros que pasaban a ser la vanguardia literaria de la ciudad. Cuando el pedacito de papel está bien amasado, Garay lo tira en dirección al río, sin cuidarse de mirar donde cae. Lescano sigue la trayectoria de la bolita gris con la mirada, y dice entonces que no hay regiones, o que es más bien difícil precisar el límite de una región. Y explica: ¿Dónde empieza la costa? En ninguna parte. No hay ningún punto preciso en el que se pueda decir que empiece la costa. Pongamos por ejemplo dos regiones: la pampa gringa y la costa. Son regiones imaginarias. ¿Hay algún límite entre ellas, un límite real, aparte del que los manuales de geografía han inventado para manejarse más cómodamente? Ninguno. Él, Lescano, está dispuesto a admitir ciertos hechos: la tierra es diferente, tiene otro color, y en tanto que la pampa gringa se siembran trigo, lino, alfalfa, en la costa, en cambio, pareciera que la tierra es más apta para el arroz, el algodón, el tabaco. Pero, ¿cuál es el punto preciso en que se deja de sembrar trigo y se empieza a sembrar algodón? Étnicamente la pampa gringa está compuesta más bien por extranjeros, italianos sobre todo, en tanto que en la costa predominan las familias criollas. ¿Pero acaso no hay italianos en la costa y criollos en la pampa gringa? La pampa gringa es más fuerte desde el punto de vista económico, y sabemos con precisión que mientras que ella está más cerca de Córdoba, la costa en cambio limita con Entre Ríos y con Corrientes. Todo esto supone un principio de diferenciación, admitido. Pero, ¿no existe también la posibilidad de definir la pampa gringa como una costa que está más lejos de Entre Ríos (la parte de la costa más alejada de Entre Ríos, digamos), una costa en la que por las características de la tierra se siembra más trigo que algodón? Yo admitiría que se trata de una región diferente si hubiese la posibilidad de marcar un límite con precisión, pero esa posibilidad no existe. La proximidad del río no es un buen argumento, porque hay partes de la costa que no están en la proximidad del río, y se la llama sin embargo la costa. No hay ningún límite preciso: el último arrozal está ya en el interior de los campos de trigo, o viceversa. Pongamos, si te parece, otro ejemplo: la ciudad. ¿Dónde termina el centro y dónde empiezan los arrabales? La línea divisoria es convencional. El boulevard Gálvez, digamos. Pero cualquiera de nosotros sabe muy bien, porque ha nacido aquí y ha vivido aquí y conoce por lo tanto la ciudad de memoria, que al norte del Boulevard Gálvez hay muchísimas cosas que podrían estar, tranquilamente, en el centro: casas de varios pisos, monoblocs, negocios, buenas familias. Y la ciudad ¿dónde termina? No en la caminera, porque la gente que vive más allá de la caminera dice, cuando le preguntan dónde vive, que vive en la ciudad. Por lo tanto, no hay zonas. No entiendo, termina Lescano, cómo se puede ser fiel a una región, si no hay regiones.
No comparto, dice Garay.
Estampa saereana con variación
A J. J. Saer
Es cerca del mediodía. En el fondo del patio de forma rectangular, modesto, que se abre hacia el campo, con la parte embaldosada adelante, sobre la galería de la casa y, hacia el fondo, la otra, de tierra reseca y sedienta, arraigado en él, acalorado bajo dos paraísos de escaso follaje, mustios también de calor, el animal está quieto, inmóvil sin llegar a la rigidez, alerta, o perenne, como si estuviera por iniciar un viaje en el tiempo, o algo así, junto al balde, un trozo de manguera, la bolsa con la avena verdosa, amarillenta, volcada entre sus patas delanteras y entonces comenzara a percibir los pasos acompasados, recios, del romano del imperio que se le acerca desde la casa de paredes blancas cargando los arneses de montar en los brazos como tantas veces César se le acerca, lo busca, sobretodo cuando era más potrillo, para llevarlo a trotar por las riberas de Ensenada, entreviendo, en esa corrida fugaz, tras los vapores tibios del ancho río, el discontinuo horizonte. Pero esta vez sólo silencio, no se escucha ni la voz de los pájaros entre el follaje o saltando, trémulos, sobre las maderas acumuladas en desorden sobre el techo del galponcito, ni la del hombre de pantorrillas gruesas que se le aproxima con los pertrechos de siempre y que lo saluda apenas sale de la casa con un gesto sosegado, de amigo. Repentino, el silencio se abre y se percibe, otra vez, mientras se acerca, el eco de sus pasos resonando en otra edad, casi desmayados, hundidos, aunque firmes, nítidos, de una desconcertante monotonía, bajo el cielo de golpe encapotado, lleno de inquietud, porque se prepara otra guerra contra las Galias, las marchas interminables, la llanura, esos espacios abiertos donde ahora se espera el afilado relámpago, el trueno imperioso que le sucede, posiblemente antes de que comience a llover de veras y la lluvia empape toda la figura trazada, la vaya borroneando, desliendo, quitándole todo su maquillaje mientras nuevos truenos suceden a los relámpagos, hasta que después de un tiempo de imprevisible extensión, todo se seque nuevamente al sol y el calor vuelva a atosigar, en el martirio de un verano intransigente, recalentando, la cabeza de esos seres que habitan, para su turbación o su felicidad, un rincón perdido de tiempo y de memorias.