Cuando ella ríe
Ahora la vuelvo a oír. La estoy oyendo precisamente en este mismo momento. Ríe con una risa que puede parecer espontánea, una risa de niña. Porque es una niña. Pero su reír tiene un dejo a histeria. Definitivamente – concluyo – es una risa histérica. Se esparce a los cuatro vientos como una bocanada de aire tibio, mejor dicho tormentoso. Porque su risa es una tormenta, de esas que destruyen todo a su paso. Sin embargo cuando ríe, algo se altera en el cosmos, desordenándolo, algo que no puede controlarse, que irrumpe, estalla, arrastra.
No la oigo siempre, sólo de tanto en tanto cuando juega en la terraza de su casa, con su padre, su hermano, su madre a veces. Todos son jóvenes, con una juventud impertinente a la que no le importan los otros. Es más, cuando ella ríe todos los otros desaparecen o se esconden, no se sabe. Así de inoportuna es su risa, aunque, en verdad, reír no es inoportuno, es un dejarse ir rompiendo esquemas, estructuras. Todos quienes la rodean forman una especie de coro en sordina, del cual ella es su nota esencial y discordante.
Apenas se deja ver, su figura, como su risa, es también un torbellino que borra todo lo demás, lo opaca, lo amortigua. Y es un reír tan especial que a veces lastima, a lo mejor la lastima a ella misma, la saca de su centro y ya no es más ella. Es sólo su risa, sin pudores, lanzada así, a pesar de sí misma. Una risa nerviosa – como lo dije antes, histérica- que por momentos hasta molesta. Tal vez moleste eso, ese segundo de felicidad completa de alguien. Yo no sé si es una niña feliz pero sí sé que en ese instante lo es, extrae eso de su interior sin proponérselo y lo vomita. Es exactamente eso: una risa vomitada, algo que sale de ella intempestivamente y se derrumba en el aire. Y me llega a mí, le llega a todos quienes la escuchamos, nos guste o no hacerlo.
No sé bien cómo es ella, ese ser que corre por la terraza tras una pelota, tras su hermano, tras un juego cuyas reglas no descifro. Pero sí sé como es su risa. Su risa es ella. Es ella saliendo de sí misma antes de llegar a ser otra. Y no me importa saber más. Percibo asombrada, hasta molesta, esa demostración que yo no me permito. Pero su sonido me vence, me vence esa carcajada que a pesar de ser estentórea no es procaz, aunque ella no sepa que pueda llegar a serlo. Pero no, definitivamente no, procaces son mis oídos. Procaz es el ruido que altera esos domingos o sábados en que su risa se descuelga de ella y cae sobre el mundo.
Hoy es domingo y ahí está de nuevo. Brillante como un rayo de sol en pleno mediodía, desordenando la rutina. Ahí está el sonido de su risa que se despeña en un allegro vivísimo, sin andante previo. Y oírla es como ver a Mozart sentado en la terraza. Porque ella, más exactamente su risa, puede ser Mozart, puede ser Vivaldi. Es más, ella en ese momento, es Mozart y Vivaldi juntos. Ella es ellos, ella es su risa. Su risa es ella y todos los demás unos tristes muñecos a quienes se les ha roto la cuerda. Ella es la cuerda, el mecanismo de la cuerda del mundo. Su risa es el mundo. El mundo es ella. Y yo no soy nadie. Sólo alguien que recibe el eco de su risa, alguien que tiene una copa en la mano que de pronto se rompe. Porque eso hace posible su risa. Romper el cristal y lograr que cada fragmento brille por si mismo y adquiera vida propia. Que sea un acorde de la melodía de su risa. Su risa indomable e histérica, capaz de alterar el equilibrio del cosmos. Su risa. Solamente su risa. La risa de una niña.