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Decía «Bulls»

Se pone pesada la Rosa.
Qué tendrá con mi gorro. O será porque le gané. Yo lo vi primero, encimita de la basura, como brillando para mí, sólo para mí. De puro picada. Seguro. Y porque se cree grande. No es tan grande. Como dos cabezas más que yo. Y qué. ¿Acaso las hermanas con dos cabezas más grande que uno tienen el derecho de mandonear? Porque la Rosa es así, se la cree, y dale que dale, que le haga caso, que soy un pendejo tonto y no me queda nada bien el gorro, se te cae encima del ojo, no ves que es muy grande para ti, dice, y mientras habla se me va subiendo una cosa rara hasta la garganta y le digo y qué, si es relindo, negro y con las letras rojas, y para que se ponga peor me lo encasqueto bien, aunque se ladea un poco, porque yo sé que es grande y no me importa, ni un poco me importa, y pongo la misma cara así mirando p’arriba del tonto ese que a ella le gusta y entonces me río pero me sale raro porque también tengo rabia y le grito que me queda lindo, relindo, y es mío, todo MÍO.
La Rosa no es siempre así. Ella se ganó este lugar solita. A puro pulso, le gusta decirlo, y la cara se le pone rosada y linda. No como ese día cuando casi me mata a coscorrones cuando le dije que no sabía si era tan bueno como ella dice estar aquí abajo todo el tiempo porque nunca se ve el sol y a mí me gusta ver el sol. Y ella me contestó que vaya a reclamarle a mi abuela, después que salió media muerta de la pelea con esos que se creen dueños de las calles y de todo, perros sarnosos que husmean hasta debajo del agua y no sueltan presa – eso me dijo con la cara fea que anuncia coscorrones – y cuando por fin me arregla un lugar calientito para que yo pase el invierno y esos días de lluvia que me dejan tiritando como canario mojado, así no más, sin pensar lo que ella hace por mí, se me ocurre abrir esa bocaza grande que tengo para criticarla, con lo que cuesta ganarse un lugar, y justo aquí, en el subte, porque escucha de una vez pendejo tonto, así me dijo, y otras palabras feas y gordas que se le caían de la boca y venían encima mío como relámpagos y truenos y yo tiritaba, no ves que pedir aquí abajo es de lo mejor, es lo que todos quieren.
Aunque la Rosa hable así yo sé que me quiere.
Cuando nos dormimos por ahí en algún agujero, siempre encuentra cajas para meterme adentro y ella a veces ni se tapa y dice que no importa porque para eso es grande y fuerte y no tirita como un canario tonto. Entonces le digo que estar debajo de la tierra me hace acordar a las hormigas, porque eso parecen, hormigas, toda esa gente que no para de salir de los trenes y después suben en fila por las escaleras y vienen otros y otros y yo los espero y les muestro las estampitas con santos y vírgenes y no las miran y no me miran y yo pongo esa cara que dice la Rosa, y no la pongo porque quiero dar lástima, es de verdad, casi lloro, porque si no me dan alguna moneda la Rosa no perdona y entonces otra vez se van a descargar en mi cabeza los coscorrones como lluvia con relámpagos. No me gusta la lluvia.
Hay un lugar del que casi no me acuerdo en el que siempre era verano y yo respiraba tanto aire porque no había edificios ni autos ni la gente que no te mira. Yo estaba debajo de un árbol con la Rosa que era más chica, casi como yo ahora, y atrás estaba mi mamá, grande y linda, y yo miraba la fila ordenadita de hormigas haciendo un camino negro en medio del polvo reseco. No me acuerdo bien de mi mamá. Pero sé que estaba y que era grande y linda. Sé eso no en mi cabeza, porque ahí no la encuentro, sé eso adentro mío, en un lugar que me hace cosquillas. Como ahora Rosa, le digo cuando me despierto todo mojado en el medio de la noche y, y nada, me corta la Rosa, a dormir, a dejarse de tanta huevada y a dormir, canario entumido. Entonces me arregla la caja y ella tiene unos cartones con los que también se tapa. Me dice así porque no le gusta que yo me acuerde. Es que a la Rosa se le ponen los ojos con una lluvia finita cuando hablo de esas cosas, pero como es fuerte y no tirita me dice que me deje de pensar tanta tontera. Y que entienda de una vez por todas que yo la tengo a ella y ella me tiene a mí y no hay nada más en el mundo. Ni otro lugar donde siempre es verano, ni las malditas hormigas, y que vaya viendo cómo me las voy a arreglar para conseguir más monedas, como sea, antes de que el puño se le cierre y la cara se le ponga muy fea.
No me asusto con eso porque sé que la Rosa se pone así cuando hablo de mi mamá. No le gusta que hable de mi mamá. Le crece en los ojos esa lluvia finita y le da vergüenza. Porque aunque no lo parezca, la Rosa es vergonzosa. Pero también es terrible cuando se enoja. Y ahora no sé cómo le cuento.
Porque la Rosa me quiere pero siempre está diciendo que soy un pendejo tonto y que en vez de pensar en nosotros dos pienso en cualquier cosa que pasa volando. Y a lo mejor tiene razón. Así fue cuando los vi llegar. Me olvidé de todo. Eran cuatro, dos mujeres y dos hombres y traían unos bultos en los brazos. Me quedé mirando primero a la rubia con piernas altas y la falda corta. Era linda. Se puso en el medio y sacó con mucho cuidado una flauta rara, negra y llena de botones. Después el flaco anteojudo abrió una caja grande y apareció con una guitarra muy gorda. Nunca había visto algo así. Y el otro, el más bajo de todos, se puso a tocar en otra guitarra chiquita y flaca que sonaba finito. Al lado de la flauta negra se sentó la señorita que quedaba y armó un acordeón como el que tiene un amigo de la Rosa, pero éste estaba abierto y tenía patas. Se demoraron un rato, probaban algo, hasta que se miraron los cuatro y el de la guitarra chica movió la cabeza y entonces, no sé bien qué pasó. Empezó a sonar una música que nunca había escuchado. De repente todo ahí abajo era esa música. Subía por las paredes y desaparecía en los túneles negros que se llenaron de colores. Los más lindos que vi. La música bailaba con ellos más allá de los trenes y entre las piernas de la gente y yo quería reír y llorar y bailar con ellos. Todo se movía y sonaba. Y también me hacía cosquillas adentro. Igual que como cuando me acuerdo de mi mamá. Yo los veía, a la gente y los trenes y las escaleras y las luces. Pero también habían desaparecido porque estaban adentro de la música con colores que los cuatro tocaban, juntos, o solo la rubia con la flauta negra que cantaba ronco, o el acordeón con patas, o la guitarra chica con la voz finita y después la gorda, fuerte, como el ronroneo del gato de otro amigo de la Rosa, y la música se me enroscaba como el gato y de repente me querían saltar las lágrimas y me daba vergüenza que me pasara lo de la Rosa y todos lo vieran. La música seguía y ya nada me importaba, solo quería que no se acabara nunca.
El cielo está afuera y el sol siempre se queda allá arriba. Claro que lo sé. No soy tan tonto como dice la Rosa. Por eso mismo no me va a creer cuando le cuente que esta tarde entraron, aquí abajo. No me va a creer y es la pura verdad. Primero se quedaron en el techo. Y después me miraron y se metieron adentro mío. El cielo y el sol calentándome enterito. Yo tenía un cielo y un sol míos subiendo y bajando por mi garganta y hasta los pies. La Rosa no me va a creer. Subían y bajaban muchas veces y cuando llegaban hasta mi panza era como si me estrujaran las tripas. Como cuando tengo hambre y al fin la Rosa encuentra comida. Como cuando me acuerdo del árbol con mi mamá y las hormigas. Primero duele y después es lindo. Las dos guitarras, la grande y la chica, la flauta ronca, los dedos blancos y los negros del acordeón con patas, el cielo, el sol, todo sonaba en mi panza. Y ya no me importaba nada. Ni siquiera la Rosa. Sólo estaba la música con colores y el sol y el cielo, subiendo y bajando adentro mío. La gente hormiga estaba por fin parada y también escuchaba. La caja negra donde venía la guitarra chica estaba abierta en el suelo. Parecía un cocodrilo partido al medio. Las tripas eran rojas y al fondo le brillaban algunas monedas.
Cuando la música terminó, el cielo y el sol volvieron arriba. Todas las cosas fueron de nuevo como antes y la gente hormiga otra vez se movió. Suben y bajan. No me miran. No tienen ojos. Arreglo el gorro que se me está cayendo. Así, ahora las letras rojas se pusieron derechitas. “BULLS”. Eso dicen. Me lo leyó la Rosa, porque ella sabe leer, pero dijo que no entendió. Qué me importa. Se ven tan lindas. “Bulls”. Es que a la gente de allá arriba se le ha dado por usar cosas con letras que nadie entiende, eso me dijo la Rosa, letras de otros lugares, canario, de lugares que no conocemos y que no vamos a conocer nunca. Y a mí que me importa, son relindas y están en mi gorro.
Saco las estampitas con santos y vírgenes del bolsillo y pongo esa cara que ella dice. No es para dar pena, es porque casi lloro, de verdad. Ya no tengo ni vergüenza. Y no me voy a mover de aquí. Nunca más. Es cierto lo que dice la Rosa. No puedo dejar de tiritar. Soy un canario entumido. No hay sol ni cielo. Y todavía no sé lo que me pasó. Fue como si las tripas rojas del cocodrilo abierto en el suelo me estuvieran llamando y toqué mi bolsillo y ahí estaban las monedas que había juntado ese día y sin pensar en nada, corrí y las puse todas, ahí mismo, entre las tripas. Nadie más lo hizo, ninguna gente hormiga, y la Rosa va a poner la cara de trueno y el puño con coscorrones va a caer encima mío y tiene razón, nunca voy a ser como a ella le gustaría pero igual yo sé que me quiere. Siempre dice que soy lo único que tiene en esta basura de vida.

Publicado en:
Revista Alaluz, Universidad de Riverside, California, USA, 1998
Publicación Sec. de Educación,“Ciclo Autoras de Buenos Aires”, 2004
Veranos turbulentos, (cuentos) Bs. As. 2004