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Dilemas. Certamen Nacional Letras de la SADE. Córdoba 2010

A medida que avanzaban fueron perdiendo el aplomo. Siempre apareados habían ido cortando el paisaje absolutamente solitario. A la hora en que el sol esconde las sombras bajo las cosas, se apearon al amparo de un montecito tupido.

Mientras fumaban y charlaban se entretuvieron espantándose los tábanos. Los caballos bebieron del arroyo.

—Será mejor que averigüemos antes de acercarnos demasiado —dijo Santiago inquieto.

—En la Esquina de la Figura quizás sepan algo —advirtió Gregorio—. Habrá que estar alerta, cualquiera que nos encuentre podría pasarnos a degüello sin siquiera preguntar.

De repente se tumbó de panza. Estuvo un buen rato con la oreja pegada al suelo hasta que exclamó con voz contenida:

—Se acerca un montado al tranco.

Y como llevado por el diablo, trepó a un árbol para otear desde la altura.Apareció cerca de las dos de la tarde.

Iba inclinado hacia adelante, con la pera golpeándole contra el pecho como si tuviese la cabeza desmontada. Traía la camisa manchada de sangre en el lado izquierdo del vientre.

Santiago quiso salirle al encuentro.

— Sosegate —dijo Gregorio reteniéndolo de un brazo—, no sea cosa que por rastrearlo a él nos encuentren a nosotros. Mejor será que nos hagamos perdiz.

— A nadie se le niega ayuda en un trance así —balbuceó el compañero zafándose de la mano que lo demoraba.Detuvo su andar frente a ellos.

Abrazado al cogote el hombre se descolgó como chorreándose por la paleta. Al poner pie en tierra soltó un quejido. Llevaba la melena larga y casi todo el rostro cubierto por una barba enmarañada. Con el extravío de quien no sabe lo que hace se revolvió sobre sí mismo y, como no pudiendo negarse a la fuerza interior que lo obligaba, dio unos pasos abnegados, trastabilló y cayó. Respiraba entrecortado.

Le pusieron el poncho arrollado de almohada y le dieron a tomar del chifle.

— Estriba con el dedo gordo, ha de ser correntino —comentó por lo bajo Santiago.

A pesar de la prudencia el otro lo escuchó.

— Sí señor, correntino y a mucha honra —dijo con apenas un hilo de voz.

El caballo, que escarceaba cerca como a la espera de algo, bosteó junto a su cara. Entre ambos hicieron a un lado al herido.

— ¿Qué le ha pasado, amigo? —quiso saber Gregorio.

—Sargento Suárez, coracero de Lavalle, servidor. Me lancearon en un topamiento con los de López y Rosas en el Puente de Márquez. Se vinieron con la indiada. Eran muchos los desgraciados pero no les fue fácil. Por servicio ¿podría encenderme una picadura? —suplicó.

No paraba de babear una aguaza sanguinolenta por la herida.

Santiago armó el cigarro y lo encendió. Después se lo puso entre los labios resecos. Suárez dio una pitada corta, lo que le permitió el dolor.

— ¿Y los demás? —insistió Gregorio.

— Me les separé. No quise ser lamentación de nadie  —contestó.

Tenía el vientre hinchado. Resistía sin desesperar.

Se pasó la mano por la frente. El dolor le hacía forcejear de a ratos unos ¡Ajjj! que salían raspándole el garguero. A veces se acordaba de la madre de sus enemigos mascullando andanadas de lindezas.

Se apartaron unos pasos. Por un buen rato lo observaron sin articular vocablo.

—Ya ves —dijo Santiago volteándose para esconder la voz—, aquí cualquier pleito se arregla por las armas. En el año diez, después de la caída del virrey, la Junta debía solidar gobierno y darnos leyes. Corre el veintinueve y ni miras. Esto no tiene remedio.

Tenía la piel terrosa y los ojos secos. Tal vez fuese por efecto del humo que se le escapaba por entre los dientes, tal vez nunca haya tenido lágrimas.

— No es hora de pensar en leyes sino en aliviarlo de sufrimientos —murmuró Gregorio, y agregó—: Tendremos que hacerlo.

— ¿Hacer qué?

— Darle el tajo.

En ese momento lo oyeron toser. Enseguida se puso de costado.

— Ni lo pienses —se apuró a responder Santiago—, no estoy dispuesto a matar a quien no me ha hecho ningún daño.

— Peor es que muera así.

— Eso sería una herejía —replicó enérgico el otro.

— Mi padre sí que era por demás piadoso —recordó Gregorio—, una vuelta encontramos un moribundo abandonado por los indios y ahí nomás lo despenó.

Santiago quedó como encerrado en esas palabras. Luego dijo:

— Matar a un hombre por buena que sea la causa, es matar a un hombre. Para colmo de males ni cristiana sepultura tendrá.

Suárez había empezado a echar un líquido oscuro y maloliente por la boca. Entonces Gregorio volvió a porfiar:

— A mí me falta hiel para verlo sufrir de esta forma. Si no queda más remedio… Parados a sus pies se destocaron y santiguaron.

— Señor —imploró Santiago, —ten misericordia de este pobre desdichado que ha muerto sin confesión.

— Amén —exclamaron los dos a un tiempo.

El cielo, quieto allá arriba, traslucía sus nubes entre el follaje. Rodeados de un espeso silencio volvieron a santiguarse y se alejaron despacio, con los pensamientos a la rastra. Sin cruces ni palmatorias el finado quedó atrás, a la intemperie.