Desde Abajo

Mayo 2011

Avanzando una respuesta a la pregunta formulada en el último párrafo de nuestro editorial de abril 2011, es apropiado recordar que en el curso de los últimos 150 años como nación independiente – 1860 – 2010 – asumimos nuestra identidad bajo un marco Constitucional cuyo entramado jurídico de derechos, obligaciones y responsabilidades fue la expresión volitiva de una vanguardia intelectual de mediados del siglo XIX deslumbrada y profundamente compenetrada con las ideas dominantes en los círculos más avanzados del pensamiento político dominante en EEUU y países centrales de Europa.

En su afán de trasplantar rápidamente a la naciente argentina los símbolos del progreso económico y social dominantes ya en aquellos países, nuestros intelectuales y constitucionalistas adaptaron, como molde para regir las instituciones de nuestro país, el andamiaje constitucional vigente en aquellos escenarios. Para cristalizar esta asimilación, asumieron, mecánicamente, que las manifestaciones de progreso material y comportamiento socio-cultural dominantes en la Buenos Aires de mediados del siglo XIX podrían ser representativas, en el futuro, de toda la sociedad argentina. Más aún, asumieron que, en caso necesario, sería posible imponer a las regiones del interior los nuevos códigos y comportamientos adoptados por el poder central de Buenos Aires. Por tales simplificaciones, dejaron de ponderar y comprender, rigurosamente, el significado profundo de las extremas diferenciaciones económicas, sociales y culturales que caracterizaba la vida comunitaria en las diversas regiones del interior de nuestro país.

Como consecuencia de aquel deliberado aunque erróneo enfoque institucional, la norma jurídica sancionada en 1853, lejos de haber sido diseñada para potenciar el desarrollo integral de la naciente sociedad argentina, habida cuenta de sus múltiples diferenciaciones interregionales y sociales, fue exclusivamente funcional a los intereses materiales de una matriz de poder altamente conservadora y oligárquica que, radicada básicamente en la región central del país, integraba su funcionamiento de forma sincrónica y dependiente con las mutaciones de la economía internacional que, hacia mediados del siglo XIX, permanecía plenamente dominada básicamente por los intereses materiales del imperio británico. La norma constitucional así diseñada y sancionada, permaneció desconocida en vastas regiones y sectores de la sociedad argentina. Su estricto cumplimiento nunca configuró obligación absoluta ni responsabilidad ineludible de gobiernos ni de la misma ciudadanía.

Como sociedad nos acostumbramos a vivir en una Argentina sin semáforos, imprevisible, bajo contextos institucionales siempre mutables, con azarosos resultados macroeconómicos que, a lo largo del tiempo, testimoniaron tanto períodos de progreso económico y bienestar social como también períodos de estagnación, regresión o intensa inestabilidad institucional. En los últimos 50 años, sin embargo, los hechos sociales cristalizaron, finalmente, tendencias objetivas indicativas de nuestra dolorosa involución como nación. En contextos sociales y económicos inestables e imprevisibles, sin contención ni límites institucionales precisos, la moral de la trampa y del gol con la mano acompañó, desde hace mucho tiempo, a nuestros gobiernos y elite política dirigente penetrando y deformando también valores y conductas en amplios sectores más vulnerables de nuestro tejido social. Tales actitudes permanecieron lamentablemente hasta los días del presente ensombreciendo horizontes de futuro.

En la actualidad, tal vez por la permanente presencia de aquella arraigada cultura, las mayorías sociales no logran reaccionar todavía con la contundencia necesaria para imponer límites a la mentira sistemática y a los abusos de poder en que reiteradamente incurre nuestra dirigencia. Por este camino, pasivamente, terminamos aceptando la ficción, la trampa, el juego y el azar como destino de nación. Por vivir encerrados entre espejos deliberadamente confeccionados para deformar la realidad, terminamos distorsionando nuestras percepciones y debilitando la formación de una conciencia crítica hasta el punto de no percibir que en nuestro país la profunda diferencia existente entre las aspiraciones de las grandes mayorías y las motivaciones que determinan la dinámica de gobiernos y elite política dirigente sigue siendo consecuencia de lógicas antagónicas, de funcionamiento totalmente diferenciadas entre sí.

Mientras la lógica que moviliza, por lo general, a las grandes mayorías se determina por sus afanes de trabajo, progreso y bienestar material y espiritual, la lógica que motiva a gobiernos y elites políticas dirigentes se rige, cada vez más, por ilimitadas apetencias de poder y dinero. Por tales impulsos divergentes, el tiempo amplifica, cada vez más, la grieta que separa el accionar de los gobiernos de los valores y requerimientos sociales. A título eminentemente esperanzador vale mencionar que los procesos políticos recientemente deflagrados por grandes manifestaciones populares en países árabes y europeos reclamando por cambios radicales en los sistemas de gobierno y en las políticas sociales podrán reflejarse, muy pronto, en nuevas vertientes políticas y culturales que permitirán acelerar los procesos de cristalización de conciencia crítica en amplios sectores de la sociedad argentina.