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El desconocido. Beatriz Minichillo

EL DESCONOCIDO

Apareció de la nada en un acto público. Lo descubrió sentado frente a ella, del otro lado de la mesa. Porte interesante, tipo intelectual descuidado, barba, mirada inquisidora. No pertenecía al grupo, por eso tal vez llamó su atención, además del interés que manifestaba en el desarrollo del propio acto.

Al término de la reunión se realizó un brindis. Lo vio parado frente a ella, ambos con una copa en la mano. El empezó a hablar pero sus palabras brotaban veloces empujándose entre sí, sin respiro. Desfilaron así atropelladamente su historia provinciana, persecuciones políticas y militares, eventos familiares desafortunados. De pronto ella sintió que su persona se desgajaba en dos. Una Luisa que intentaba seguir el hilo errático de esa conversación y otra, que desprendida de su propio cuerpo, retrocedía hasta sentarse en un sillón y seguir desde allí el encuentro como espectadora, como si estuviese atrapada en un juego de espejos que distorsionaban su imagen.

Miguel seguía hablándole de temas varios, entrelazados y separados simultáneamente. La primera Luisa vio desde su ubicación privilegiada como la segunda no atinaba a zafar de la situación hasta que él, en medio de uno de sus gestos estentóreos, derramó vino, el vino tinto que estaba bebiendo, sobre su propia camisa. Dijo un leve ¡ay! como un lamento pero siguió su parloteo. Ella empezó a temer: “ahora me va a pedir el teléfono, el mail, algo” y empezó a elucubrar excusas elegantes para la oportunidad.

Mientras tanto la voz de Miguel seguía, crecía como una planta maligna que se extendía por su cuerpo. Su otro yo, en el sofá, seguía divertido observando la escena. De pronto él, como si considerara ya saciada su propia voracidad verbal, saludó y se marchó tan inesperadamente como había aparecido. Nadie lo conocía.

Las dos Luisas se miraron atónitas, se fundieron en una sola y se marcharon. Por la mañana, al despertar, ella vio con estupor que no estaba sola. Sobre una silla, al lado de la cama, colgaba la camisa, la camisa manchada con vino tinto y a su lado, entre las sábanas, una barba blanca Sólo una barba blanca que rodeaba a una boca que seguía hablando sin detenerse, mientras una extraña enredadera iba cubriendo, poco a poco, el cuerpo femenino.