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El extraño

No abrigo dudas de que se trata de un especial estado de mi psique, aunque me tranquiliza el hecho de que a esta situación ya la he vivido otras veces. Es difícil explicarla pero comienza por un despacioso alejamiento de mi vida habitual y de mi entorno, y así pasan horas y horas en las que se desvanecen lugares, hechos y personas. Pero, por favor, no se crea que se origina en mí una anomalía que exigiría ser tratada prontamente por un psiquiatra; digamos que no es más que una rareza involuntaria de mi personalidad, la cual –hasta ahora– nunca determinó un infausto delirio.

Es cierto también que cuanto refiero no impide que permanezca en mí un recuerdo de mi identidad, pero ésta, obedeciendo a un impulso misterioso al que nunca intenté o pude esclarecer, inicia sorpresivamente una progresiva fuga respecto a costumbres, deseos y hechos, al punto de que al volver a mi asuididad, los días se me presentan como un manantial de incertidumbres y sorpresas. Logro entonces descubrir circunstancias e imágenes que quizá por no estar ya cercanas, escapan de la percepción rutinaria que cada uno ejercita en la mayor parte de su tiempo. Oh, cuántas sugerencias he descubierto observando el paso de las nubes, cuántos matices me ha brindado un mar ya sereno ya encapotado, cuántos nuevos colores me han brindado las flores y árboles de tantos parques y jardines a los que suelo admirar en mis continuas caminatas… en fin, así el mundo se me aparece como lozano y distinto y entonces me urge tratar de buscar un conveniente asentamiento en el mismo, algo así como una nueva y apuntalada habitualidad, una reinserción en la que se me brinde algún significado de esa novedosa realidad que me posee.

Pero algún vestigio subsiste en ese proceso que me aleja de mí y me transporta a una realidad distinta: se amontonan imprevistamente rostros y sucesos lejanos que no tuvieron ninguna importancia cuando los viví. Por ejemplo, recuerdo a la perfección los rostros del conductor y guarda de un tranvía que puntualmente, cuarenta años atrás, abordaba cada mañana a la 8 a. m. para dirigirme a mi trabajo; o bien vuelvo a recordar cada detalle de ese barrio realzado con árboles frondosos que descubrí cuando paseaba por la ciudad en una motocicleta que había adquirido recientemente, y que me proporcionaba el placer de andar y andar sin rumbo, descubriendo despreocupadamente la ciudad en aquellos años de holganza y juventud. O también se hace presente el rostro de una bella muchacha de la que me enamoré en mi adolescencia y de la que recuerdo vívidamente el color de sus ojos y el timbre tierno e interrogativo de su voz… ¡Cómo es de portentoso cuánto me brinda este extrañamiento que se adueña de mí sin razón aparente alguna, y cuán inútil resulta eliminarlo o imponerle una orientación determinada…

Hoy salí de mi casa a las 10 de la mañana, y adquirí el diario que leía siempre, no sorprendiéndome que desde su quiosco el diariero me saludara como si fuera un extraño, como si me tratara por primera vez. Esto confirma ampliamente ese alejamiento al que me he referido; llegué hasta la plaza cercana y allí me puse a pensar en mí mismo, en cuanto creía que restaba por hacer y también por deshacer, en todo aquello que podía considerarse pendiente o no bien definido en mi vida.

Pero entonces tuve miedo por primera vez al no saber cuando cesaría este apartamiento de mi ser, y qué era lo primero que debía pensar y decir cuando volviera a la realidad anterior que me había abandonado tan paulatina y sibilinamente. Nada me ayudó a resolver y paliar mi inquietud, y aquí estoy en esta plaza esperando que algo o alguien me regresen nuevamente al tiempo del que misteriosamente me ausenté.

Súbitamente resolví subir a un ómnibus sin saber bien su destino, pues me convencí de que cuando llegara al final de su recorrido, comenzaría allí algo totalmente lozano o, al menos, entraría por fin en una habitualidad no sujeta al desasimiento periódico que vivo sin nada saber de su causa ni su sentido.