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El profesional

La construyó como se levantan los palacios de cartas: con mucho cuidado y precisión, respetuoso de cada circunstancia, de cada detalle, atento a la respiración y al pulso. Eligió cimientos firmes de su historia y encajó las piezas unas con otras: las que creía verdaderas, las verosímiles, las falsas, las artificiales, las truchas. Nada quedó librado al azar. Era arquitecto y esa fue la única obra en la que desempeñó todos los oficios: proyectista, maestro mayor de obras, albañil, plomero, pintor, diseñador de interiores, vendedor… La estructura ganó complejidad y altura, hora tras hora, día tras día. El ritmo de su desarrollo fue vertiginoso. En poco tiempo, ni él podía dar crédito de la magnitud de su creación. Todo lo que había antes parecía falso al lado de esa obra maestra. La luz y el viento aireaban la estructura sin comprometerla. Se respiraba sosiego. Esa era la prueba última de que su mentira no sólo era verosímil: lograba incluso convencer el corazón de los seres que lo amaban. Sin embargo, una pregunta insidiosa le roía el alma: ¿quién elegiría libremente vivir en su palacio? En ciertos momentos de debilidad, sentía que había construido una cárcel de cristal, una prisión en la que él mismo se había encerrado junto a sus seres queridos. Por suerte, esos momentos no eran muchos; predominaba el sentimiento vital de haber inventado un mecanismo de relojería, un juego perfecto basado en la regla más antigua y simple del lenguaje: los límites de una palabra nunca coinciden con los límites de la cosa que nombra. Ese margen, siempre que se respetaran ciertas reglas arquitectónicas, habilitaba todo tipo de construcciones: mitos, ficciones, mentiras… ¿Qué culpa tenía él si la gente confiaba tanto en las palabras e insistía en sujetarlas a algo tan frágil y superficial como su idea de verdad? ¿Cuántos dormían a la intemperie por causa de esa fe? Su mentira, en cambio, tenía la principal virtud de un edificio: era sólida. ¿Acaso no ofrecía un lugar seguro y cómodo para vivir?