Producción literaria > Narrativa

El regreso. Segundo Premio, Concurso Casa Carnacini. La casa museo del pintor de Villa Ballester Carnacini.

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Estamos todos.
La mesa majestuosa en la que nunca me había sentado tiene hoy un lugar para mí. Ellos seguramente la habrán usado antes, durante estos veinte años de mi ausencia. Por aquellos tiempos nuestras comidas las hacíamos en el comedor pequeño que queda cerca de la cocina.
Los estoy observando. Detrás de la mirada azul de María ,mi hermana mayor, aparece la niña de entonces, la que me apretaba las manos después de los castigos, para contener mi rabia. Cuando la imagen se esfuma aparece la María que acabo de reencontrar. Tiene ojeras violetas y dos profundos surcos en la frente
Llega mamita arropada en un pañolón oscuro. Lleva los aros largos que ha usado toda la vida, el pelo en una trenza rodete Su cara pequeña y arrugada encierra ojos de mirada perdida.
Empieza la comida.
El olor de las flores del velorio de mi padre llega desde el salón grande.
Flora, la vieja criada, ha dejado paso a una mujer enjuta y debilucha que apenas puede con la sopera de porcelana.
Estamos todos
Los siete hermanos. Ellos con sus familias. Mis hijos quedaron a cargo de mi ex mujer y la muchacha que calienta mi cama está en Madrid preparando un examen.
Bodo bendice la mesa. Odiaba que lo llamáramos Baltasar. Está viejo y obeso como una ballena. Luca y Marco siguen flacos y pálidos como mi madre. Danila y Fancesca muestran las marcas de los años y se perecen a mi padre. Olvidé decir que Bodo es sacerdote.
Miro mi cara reflejada entre los vidrios entornados.
Detrás del silencio el paso de la muerte mueve los hilos del pasado.
De ese pasado que susurra, que provoca, trayendo voces veladas y rostros desdibujados. .
De algo hay que hablar. En estos casos los diálogos tienen que ver con los recuerdos rosados. Los veo venir y se me revuelven las tripas.
Te acordás cuando pescábamos en el arroyo, Flora nos esperaba con arroz con leche, Y las noches persiguiendo luciérnagas, Y las navidades con aquellos pavos enormes, Y la casita del árbol.
Las botellas de vino de la bodega de mi padre ya han vaciado su
contenido, empiezan a llegar los licores y los bocaditos dulces.
A punto de servir el café, mis sobrinos, los jóvenes y los pequeños se levantan de la mesa, a su gusto. Me maravilla que lo hagan sin permiso de nadie. Entonces yo les pido por favor que se queden solo unos minutos más.
Yo también recuerdo, digo, lo que contaron mis hermanos, pero ninguno habló del atardecer de los viernes. Se vuelven a sentar y me miran. Se parecen a los que fuimos entonces pero la mirada es diferente. Enfrentan la mía.
Entonces digo:
“Cada viernes, sobre el atardecer, de a uno y en silencio nos poníamos en ronda, Flora había preparado las siete sillas de respaldo alto.
Mi padre entraba.
Nos recorría con la mirada.
Parado cerca de la estufa chasqueaba el rebenque sobre su pierna izquierda. El ruido marcaba nuestras confesiones.
Después anunciaba que debíamos delatarnos. Lo decía con la voz en alto mientras el golpe rítmico del rebenque nos perseguía.
Luego venía el castigo.
El tiento de cuero azotaba nuestras nalgas. Nos hacía llegar a su lado de a uno, desnudos de la cintura para abajo. Debíamos acostarnos sobre sus rodillas., dejando los brazos y la cabeza colgando. Después recogíamos la ropa y nos vestíamos sin mirarnos, con los ojos cerrados, para no cargar con más pecados.
Flora nos servía sopa.
María apretaba mis manos.
Llorábamos en silencio.
Mamita nos esperaba al final de la escalera con el rosario entre las manos. Nos besaba en la frente y nos hacía hincar frente al Cristo que colgaba de las cuentas”.

Un silencio de tajo se va instalando.
Me voy antes de que su filo me alcance otra vez