Producción literaria > Narrativa

Estampa saereana con variación

A J. J. Saer

Es cerca del mediodía. En el fondo del patio de forma rectangular, modesto, que se abre hacia el campo, con la parte embaldosada adelante, sobre la galería de la casa y, hacia el fondo, la otra, de tierra reseca y sedienta, arraigado en él, acalorado bajo dos paraísos de escaso follaje, mustios también de calor, el animal está quieto, inmóvil sin llegar a la rigidez, alerta, o perenne, como si estuviera por iniciar un viaje en el tiempo, o algo así, junto al balde, un trozo de manguera, la bolsa con la avena verdosa, amarillenta, volcada entre sus patas delanteras y entonces comenzara a percibir los pasos acompasados, recios, del romano del imperio que se le acerca desde la casa de paredes blancas cargando los arneses de montar en los brazos como tantas veces César se le acerca, lo busca, sobretodo cuando era más potrillo, para llevarlo a trotar por las riberas de Ensenada, entreviendo, en esa corrida fugaz, tras los vapores tibios del ancho río, el discontinuo horizonte. Pero esta vez sólo silencio, no se escucha ni la voz de los pájaros entre el follaje o saltando, trémulos, sobre las maderas acumuladas en desorden sobre el techo del galponcito, ni la del hombre de pantorrillas gruesas que se le aproxima con los pertrechos de siempre y que lo saluda apenas sale de la casa con un gesto sosegado, de amigo. Repentino, el silencio se abre y se percibe, otra vez, mientras se acerca, el eco de sus pasos resonando en otra edad, casi desmayados, hundidos, aunque firmes, nítidos, de una desconcertante monotonía, bajo el cielo de golpe encapotado, lleno de inquietud, porque se prepara otra guerra contra las Galias, las marchas interminables, la llanura, esos espacios abiertos donde ahora se espera el afilado relámpago, el trueno imperioso que le sucede, posiblemente antes de que comience a llover de veras y la lluvia empape toda la figura trazada, la vaya borroneando, desliendo, quitándole todo su maquillaje mientras nuevos truenos suceden a los relámpagos, hasta que después de un tiempo de imprevisible extensión, todo se seque nuevamente al sol y el calor vuelva a atosigar, en el martirio de un verano intransigente, recalentando, la cabeza de esos seres que habitan, para su turbación o su felicidad, un rincón perdido de tiempo y de memorias.