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La vida en borrador. Publicado en la Antología del V Encuentro Nacional de Narrativa, Bialet Massé, Córdoba, Argentina, 2009

-Se murió mamá. El jueves.

Este es un hombre que llega a su casa un atardecer de julio. Tiene poco más de cuarenta años, es juez de la nación en una ciudad pequeña del interior. Un hombre atractivo, alto y enjuto, que ha llegado a donde está a fuerza de estudio, perseverancia, ambición. Lo sabe y lo enorgullece, como también pertenecer a la familia judicial y haber ganado el cargo por mérito propio. Vive en una casaquinta en las afueras, al llegar no ve el auto de su mujer, supone que ha salido con el chiquito. Se sirve un whisky con poco hielo y se echa en un sillón de la sala. Hace frío y arde buen fuego en la chimenea. Cierra los ojos, está cansado. La voz que lo sobresalta y le hace derramar parte de la bebida, pertenece a Diego. Su hijo mayor.

-Sola conmigo. Sin quejarse. Sin molestar a nadie, como vivió siempre.

Este es un hombre que no está muy acostumbrado a prestar atención a lo que escucha, dicta sentencias, se hace oír. Si no fuese así, ya tendría que estar dándose cuenta de la amargura en la voz del hijo mayor. No pena, no rabia, amargura, inconcebible de ese modo, en un adolescente. Apenas ve a Diego, sentado en el lugar más oscuro, los brazos cruzados, como abrazado a algo. A sí mismo, piensa, y se equivoca.

Este es un hombre que ha ido en busca de su hijo mayor hace apenas un par de años. Un hijo engendrado en una calentura de verano, a poco de salir del servicio militar, terminó su responsabilidad con la rechazada oferta de pagar un aborto seguro. Pero, mucho tiempo después, la satisfacción, la plenitud de la paternidad que le dio el nacimiento del hijo pequeño, lo llevaron a preguntarse, primero, y luego a buscar al hijo mayor.

Vivía con la madre, en la barriada periférica y pobre de la ciudad. Era el chico alto y hermoso, puro ojos, puro huesos, que le abrió la puerta. Preguntó por ella, cuándo, dónde encontrarla, ¿vos sos? Diego, el hijo. Con la madre  el hombre no ruega, informa. Te voy a empezar a pasar dinero para él, quiero conocerlo, darle la mejor educación, ponerle mi apellido. No fue un error el de entonces, no estaba en mi proyecto, sabés, pero los tiempos han  cambiado, pensá que te sacaste la lotería.

Ella dice a todo que sí. Está envejecida, delgada, con aspecto de cansancio, de sufrimiento. Es una pobre mujer que vive en una casa mínima, que limpia, cose y plancha para mantener al hijo. Y que, solo ella sabe, solo ella sabrá, está muy enferma.

-Yo quería a mamá. La quería mucho, era lo mejor. Hablaba poco, casi no se reía, pero solía cantar con una voz preciosa, y estaba ahí para mí. Hablaba poco, es cierto, pero me gusta eso, no como vos, que siempre estás dando cátedra, blá blá blá. Yo quería a mamá. A vos no. Te aparecés ahora con el discurso del padre y es tan tarde, ya sufrí por todo, ya te extrañé, ya me cansé de esperarte, ya no me hacés falta.

Ahora el hombre empieza a percibir la amargura. Cree, y se equivoca otra vez, que va a poder con eso, porque él sí quiere a Diego. Mucho. Le gusta ese muchachito silencioso, en casi dos años no le escuchó nunca un parlamento tan largo. Se ha sorprendido sintiendo cuánto más le gusta que el hijo menor, tal vez por la edad que tiene, por lo que pueden compartir, salen de caza, de pesca, (el chico es buen pescador, buen cazador, en un viaje a Buenos Aires le compró una excelente escopeta), se encuentran al mediodía en Tribunales, almuerzan juntos, ya dije, es bello, le gusta mostrarlo; es Diego, mi hijo mayor. A su mujer no termina de convencerla, desconfía, tiene algo que no me gusta, dice, pero él sabe que solo son celos, que acabará por acostumbrarse.

Ahora, en este mismo momento, el hombre siente en total intensidad el amor a sus hijos, comprende a ambas madres, entiende que no habrá vida, sentido, proyecto sin ellos.

-Al chiquito sí lo quiero, me gusta, no es que lo sienta mi hermano, pero cómo no querer a un chiquito. Familia para mí era mamá, y estuve toda esa tarde del jueves viéndola despedirse. Pero para vos, familia somos nosotros dos. Perderla duele mucho.

Diego habla desde la oscuridad, con una voz ajena. En la chimenea, un tronco a medias prendido cae sobre las brasas y provoca una llamarada que ilumina la habitación y le deja ver parte de la pierna y la zapatilla del hijo menor. Supone entonces que su mujer salió a hacer una compra rápida y que, por no vestirlo y abrigarlo, lo dejó jugando con Diego, se llevan bien esos dos, y que, cansado, se durmió en el piso, cerca del fuego, como suele hacer.

Pibe, empieza a decir, estas cosas suceden, la vida no se puede pasar en limpio, como del cuaderno borrador al de clase, todo prolijito, y se levanta para echarle una mirada al niño. Ahora, en el mismo instante en que ve que está tendido sobre un charco de sangre, suena el escopetazo con que Diego se vuela la cabeza.

Este es un hombre a los alaridos, de rodillas, en una habitación en penumbras, cálida, un anochecer de invierno.