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La vida o la esperanza de un encuentro entre las almas

La vida nos da “mágicos encuentros”, fugaces momentos en donde otra alma puede percibir nuestra esencia. Quizás estuvimos años tratando de que el otro entendiera nuestro interior y mágicamente un día aparece ese sublime instante, en donde ha podido darse esa percepción, porque el otro ha estado abierto también para ese encuentro. Esto pasa en la vida en todos los órdenes de las cosas. Respecto de una obra de arte, una flor en la naturaleza, una regla gramatical que uno trata de que los alumnos comprendan, repitiéndola  hasta el hartazgo durante años y ellos preguntan azorados si alguna vez antes la había mencionado y, de pronto, mágicamente, se puede percibir una luz en el camino, se descubre lo intrínseco de una reflexión, se nos devela una verdad con simpleza y se da la magia del encuentro con el arte, la naturaleza, con un libro o un pensamiento, ya sea simple o profundo. No viene al caso la excelencia del autor o lo aparentemente normal en el ciclo natural de que una flor nazca a la vera del camino. No, aquel cuadro que estaba colgado en nuestra casa cuando éramos niños y nos acostumbramos a que formara parte del mobiliario, de repente cobra vida un detalle del mismo en otra etapa de nuestra vida y salta ante nuestros ojos como una percepción divina. La esencia siempre estuvo allí solo que faltaba nuestra disposición anímica para apreciarla. No había llegado “nuestro momento”, no habíamos sido inflamables hasta allí, la llama no se había encendido en nosotros por más que siempre estuviera ahí fuera centellando. Nada depende totalmente de la forma de ser de otra persona, de las cualidades de un libro o de su autor sino de nuestra capacidad de que él pueda llegar a nosotros y modificar, tal vez, algo en nuestra alma para llegar al “encuentro” de las mismas. Por eso y más aún me asalta siempre la frase del filósofo G.Berkeley: “Ser es ser percibido”: Existimos en la medida en que los otros perciben nuestro interior, nuestra llama que nos hace vivir. Entonces, recién allí podrá entender nuestra necesidad, podrá sentir “empatía” frente a mí y lo mismo yo respecto de él. Pero qué pasa durante la larga vida plagada de momentos “no mágicos”, donde no se ha dado la percepción. Entonces será la época de siembra, la época de las señales  luminosas, la espera con una “ardiente paciencia”, la liberación de los reproches frente al otro y los resentimientos nuestros internos, esperar ardientemente el momento mágico del encuentro que sólo se dará con el vaciamiento de todas estas sensaciones, porque en definitiva vale la pena el encuentro, la comunicación interna con otro ser humano, no sólo desde el punto de vista lingüístico, sino la profunda, la de dos seres frente a este milagro de nuestra existencia en la tierra. Allí siente uno que es amado y respetado pero que a la vez es capaz de amar y respetar al otro. Percibimos y somos percibidos: That’s the question! La crítica que practicamos frente a los demás es un vano poder de muchos, el amor, un privilegio de pocos. Pero cómo actuar frente al otro en el largo y arduo camino de la espera de ese “mágico encuentro”. Protegiéndonos, debemos velar por nosotros mismos, paso a paso y con método, teniendo en cuenta que también nosotros debemos tratar de percibir al otro en su diferencia no sólo en sus coincidencias frente a los intereses o sensaciones .Con amor y respeto por el otro para que sí nazca la esperanza del “encuentro”, pues sin nuestro vaciamiento interior no pasará nada, no lo propiciamos de seguro. Debemos aprender de nuestros fallos como decía Santayana, pues de lo contrario estamos destinados o condenados a repetirlos. No olvidemos al otro, no resignemos frente al arduo camino de la añorada percepción del otro de mi esencia, de mis características como ser humano. Quedémonos en nosotros, trabajando en nosotros, mejorando nuestro ser humano y esperando pero “protegiéndonos” frente a la  hasta allí, no percepción del otro. Tengamos presentes nuestra propia incapacidad de percepción del otro como un ser total y diferente a nosotros, con otra estructura de personalidad. Cuando nos libremos de esta necesidad de que nos reconozca, no de la esperanza de que suceda, y paralelamente nos protejamos del dolor que esto nos significa, podremos dejar de cometer fallos con tanta frecuencia y evitarnos futuros dolores. No estaremos reclamando eternamente que se nos comprenda sino que habremos comprendido cómo funciona el otro y así prepararemos, cuidándonos, el camino para el deseado “mágico encuentro”. Será una camino más liviano, sin tantas cargas emocionales, con menos expectativas y también podremos aceptar más fácilmente que el  encuentro también puede no darse o darse muchas veces más de lo soñado, es la contingencia de la vida, y así podremos ser mucho más felices si se nos da en realidad, aunque se trate de un instante fugaz, pero el calor de esta llamita, puede ayudarnos a preparar de nuevo el camino, el futuro sendero, con mayor comprensión entre ambos. También es un momento sublime que quizás ni se de en el devenir de nuestros días terrenos. Cuando ya no estemos, quizás un sonido, una palabra, algo simbólico (Borges), puede llegar a evocarnos, evocar“nuestra  esencia pese a la no existencia”, y se nos aparezca esa persona como una bella flor silvestre a la vera del camino. Allí se habrá justificado la esperanza de nuestra vida por lograr la percepción del otro. Ese otro ser humano no tiene obligación de entendernos. Sólo el amor puede ser más grande que nuestra capacidad de entender. No debemos darle lugar a la tristeza, podemos alejarla invocando nuestro espíritu generoso, nuestra piedad frente al otro y frente a nosotros mismos.