María Eugenia Rapp
La dicha que no dijiste
Primero tenés que mirarlo a los ojos y recordar que este varón de nueve es el mismo que sacaron de tu panza gritando y apoyaron luego en tu mejilla, mientras vos no parabas de llorar, mientras el padre se mareaba con la visión de tus tripas al aire y estabas tan feliz que el quirófano te quedaba chico. Pero es importante que no le digas todo eso ahora, cuando lo mirás así, especialmente para no impresionarlo. Sólo tenés que mirarlo a los ojos y levantar los dedos de una mano lentamente, como si el aire fuera de espuma, con un movimiento que inicia en el antebrazo. Una mano que se desliza en cámara lenta hasta posarse con la palma hacia abajo sobre la seda oscura de su cabello lacio, esa mano que, mientas se mueve, se lleva el recuerdo de otras veces, y tiene memoria de su calor, y hasta podría dibujar la forma perfecta de su cabeza antes detocarla, podría moldear la curva de su mejilla de algodón y detenerse un segundo a crear la vuelta rosada del pabellón de su oreja. Y como si ese gesto y tu cara fueran la misma cosa, sucede que, cuando acariciás a tu hijo, toda la dicha que no dijiste (porque es una caricia silenciosa) toda esa callada felicidad, parece que te ablandara los dientes de la sonrisa. Por eso es importante visitar previamente al dentista y sostenerse del marco de la puerta, o bien agacharse un poco hasta su altura y que tus ojos y los suyos se miren adentro de su brillo y en la misma luz.
Se recomienda repetir el gesto por lo menos tres veces por día.