Pecado capital
Veranos turbulentos. De Verano III: El crimen
Creo que esto ocurre una sola vez. Como un crimen perfecto.
Cuando la vi, serían las 9, o 9.30, o mejor, digamos, para parecer exactos, 21.30, media hora más o menos no hace diferencia. Estaba sola, en la mesa del fondo, sentada junto a la ventana, prolija y al mismo tiempo con un aire de descuido que la rodeaba, como si el resto del mundo no le importara. Los ojos verdes, sin pintura, semi cerrados, un cigarro displicente en los labios, piernas cruzadas, hermosas, lo noté en seguida, falda corta, no demasiado ajustada, nada en ella parecía demasiado ajustado. Con el sonido de la puerta que se abría tuvo un pequeño sobresalto, apenas perceptible, los hombros subieron y bajaron, tal vez dos centímetros, o tres, para parecer exactos. Me miró sin mirar, y nada más.
– Noche calurosa, dije en voz alta. No hubo respuesta, tampoco otro sobresalto.
– Tal vez esté cerca la tormenta, la humedad asfixia, volví a decir. Los veranos en esta ciudad son insoportables. ¿Le puedo invitar una cerveza helada?
Los párpados se abatieron sobre los ojos verdes como un delicado abanico chino, varias veces, y nada. Ninguno de los dos éramos demasiado jóvenes como para jueguitos adolescentes. Una noche de lunes, poca gente, pocas ganas, y solo el calor exacerbando, algo, deseos ocultos, rabias, no sé, el calor hace estragos, eso es seguro.
Estuvimos así, como midiéndonos de lejos, cada uno desde su lugar, yo cerveza tras cerveza y ella con sus cigarros.
– Hace mal fumar tanto, dije como hablando solo, sin mirarla. Y otra vez los hombros, tres, o cuatro centímetros, arriba y abajo, pero ahora perceptibles, diría más, despreciativos. Ella no sabe que soy terco. No tendría por qué saberlo. Y soy mucho más persistente en una noche calurosa, que, como ya dije, exacerba.
El movimiento en la calle iba mermando, las luces de los autos aparecían y desaparecían más esporádicas, y ella continuaba fumando. Serían ahora las 11.30, digamos mejor, las 23.30, dos horas de ese jueguito tonto de no decirnos nada. Mis exclamaciones insulsas cada tanto, el movimiento de sus hombros, ya casi automático, y de pronto, quién sabe por qué, nos miramos, demorándonos en cada contorno, el rostro primero, el cuello, los brazos, las manos, nos miramos como si un imán resbalara los ojos por cada centímetro de la piel, del cuerpo entero, recorriéndonos casi perversos, lentos al principio, y luego sumergidos el uno en el otro, en una cadencia frenética. Cada uno en su silla, lejos, sin tocarse, yo con mi cerveza, no puedo recordar qué número sería a esta altura, y ella con el cigarro, también innumerable.
Uno siempre busca explicación para las cosas, porque no quiere admitir que las cosas no tienen explicación, o al menos, no la tienen las que son importantes. Después de vastas recorridas por el uno y el otro y adentro y afuera y arriba y abajo, nos paramos, como accionados por un mismo resorte, sin decirnos nada, olvidados del mundo, sus ojos verdes vaciando los míos, como dardos revolviendo, buscando.
Entramos en el primer hotel que encontramos cerca. Siempre hay alguno cerca. Nunca nos dijimos los nombres. No era necesario. Sus manos blancas y tranquilas parecían recurso suficiente para develarme. Las mías, impacientes y reiteradas, no descansaban. Se me vuelven como tenazas. Soy un cangrejo. Rasgo. Hurgo. Pronto nuestros cuerpos desnudos resbalan por el piso. Mi boca exasperada encuentra la suya. Nos retorcemos. Nos anudamos. Las lenguas se deslizan como dos llamas, quemando, abriendo llagas. Palpan el terreno. Centímetro a centímetro. Se demoran. Regodean. Su saliva penetra hasta el último pabellón de mi oreja. La mía moja su cuello blanco. Succiono hasta el fondo sus pechos. Ella rasguña mi espalda. Abro su sexo. Ordeno. Ella suplica. Con fervor. Casi con espanto. Y repetimos. Como olas amotinadas. Como tempestad en aumento. Hay dolor en el engranaje de los cuerpos. Hay devoción. Bebemos uno en el otro. Ausentes del mundo. Hasta que adormecemos en la modorra caliente. Los miembros flojos. El sabor en la boca. El aire violáceo. Y repetimos. Mis dedos reptando alucinados entre sus piernas. Los gritos. El sudor. Y un amanecer que pugna alumbrar desde la noche exhausta. Nada se vuelve presagio.
Pero las bestias ya se habían asomado. Estaban en mis ojos. Tienen caras oscuras. Caminan con esa torpeza pesada. Como extraviadas. Sus patas cortas se mueven sigilosas en la penumbra. Olfatean con curiosidad insistente ese sexo profundo que huele a tierra suelta. Les brilla el deseo salvaje mientras repetimos. Y repetimos. Es incienso el vaho húmedo y caliente que emanan nuestros cuerpos. Adoro devoto en este altar maligno cada uno de sus gemidos. El cielo desciende por su lengua en llamas. El infierno se desliza ondulando como serpiente por la mía.
No pude detenerlas. Las bestias quieren sangre. Afilan los colmillos. Emboscado entre sus extremidades peludas saboreamos juntos el gusto acre. Ella será solo nuestra. Única y para siempre. Esto ocurre una sola vez. Como un crimen perfecto. Saltamos. Apretamos el cerco. Su cuerpo desnudo y turgente se torna fláccido. Los ojos verdes comienzan a perder el brillo. El abanico chino cae lentamente. Una luz metálica lame las últimas sombras de la noche que se acaba.