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Quedan los libros

El sábado 11 de junio, sobre el fin de la tarde, estaba en casa de unos amigos, haciendo un guiso de lentejas. Mi amigo, costumbre argentina, cortó rebanadas de pan y de salamín, y yo conté que cuando leía Nadie, nada, nunca , uno de sus personajes, Washington, en Rincón, prepara un vermut, pone soda, hielo, corta pan y salamín. La descripción era tan efectiva y apetitosa que dejé de leer, salí, compré un pan y un salamín, los corté y seguí leyendo mientras comía.

El domingo a la mañana, lo primero que vi al abrir el diario fue la noticia de la muerte de Saer. Igual que con la de Cortázar lo primero es un dolor intenso, la sensación de injusticia (como si la justicia fuera biológica), quedarse huérfano para siempre del placer de asomarse a un nuevo libro. Conozco la ciudad de Santa Fe, conozco Rincón, sé lo que es calor, la lluvia, la crecida. Por eso quizás desde siempre me sentí en los libros de Saer como en casa y disfruté del placer de reencontrarme con sus personajes en los distintos textos, personajes que crecían, maduraban, pasaban por crisis y resurgían, como Tomatis, o perdían el pelo como Pichón Garay, o eran desaparecidos, como el Gato Garay, su mellizo.

Pensar que yo hablaba de Saer en un atardecer de Buenos Aires quizás en los momentos que él estaba muriéndose en Francia me consuela con una suerte de continuidad poética y me hace sentir que, si bien ya no leeré los nuevos, siempre puedo volver a sus libros y reencontrarlo ahí, con todos sus personajes, mis amigos.